Marcos y Sara estudian juntos en el mismo instituto. Marcos quiere ser científico y Sara, actriz. Son amigos desde muy pequeños. Estudian, juegan, pasean, y meriendan juntos. Marcos se levanta a las siete de la mañana, se cepilla los dientes, se viste, recoge la fiambrera que su madre le prepara por la noche y recoge a su amiga. Sara se levanta un poco más tarde, desayuna viendo la televisión y espera a que Marcos llame al telefonillo.Sara baja corriendo con la mochila repleta y varias galletas en la mano. Caminan deprisa y no hablan demasiado porque todavía están algo dormidos. Ella apura el desayuno, cinco minutos más tarde entran en clase. Toca clase de Historia y han de coger apuntes.
Después de una jornada intensa, el reloj marca la una. ¡Es la hora de comer! Desde que empezaron la escuela, Marcos y Sara siempre han comido juntos en el comedor. Marcos comparte las natillas caseras de su madre con Sara, mientras que ella le da patatas de su plato preparado por el catering del comedor. Por desgracia, no siempre iba a ser de esta forma. En un lugar muy lejano al instituto, unos señores decidieron que las cosas debían cambiar. Según ellos (los representantes de los ciudadanos) es lo mejor para todos.
Al entrar en el comedor, se podía leer un gran cartel que informaba lo siguiente: «los escolares que lleven comida en tupper tendrán que comer en otro sitio que no sea el comedor». Los escolares, desconcertados, se llevaron una gran desilusión. Al segundo, Sara preguntaba a un profesor qué es lo que pasaba. Marcos, mudo y sonrojado, vio rápidamente que el comedor no era su sitio.
Diversos responsables acompañaron a Marcos fuera del comedor, como si fuera un apestado. A la salida, le explicaron que no podía comer dentro porque había que abonar una pequeña cantidad para utilizar las instalaciones. Pero con Sara no podría seguir comiendo al no poder certificar la calidad de la comida que llevaba de casa. Marcos, confundido, se fue al patio. Se preguntaba cómo cocinaría su madre para contagiar a sus amigos… Por lo menos hacía sol, y pudo comer su sopa fría en el tobogán.
Al otro lado del instituto, Sara observaba como su mejor amigo comía con otros «marginados», con los que no estaban invitados a la fiesta. Sara no podía dejar pasar esta situación. Más tarde propondría a su amigo que mañana entraría, que no iban a echarle como a un mendigo por molestar.
Después de comer, cada uno donde le corresponde, volvieron a juntarse y, como si no hubiera pasado nada, decidieron jugar un poco antes de volver a clase.
Al día siguiente, Marcos hizo caso a su amiga y decidió entrar. Calentó su comida y rápidamente fue increpado por los responsables. Como medida de excepción le dejaron comer, pero antes debía saber varias cosas. Primero, que no era su sitio. Segundo, que podía intoxicar la comida de los demás comensales, con la comida de su madre, al no saber la calidad alimentaria y de envasado. Y por último, que el gobierno ha adoptado unas medidas de recortes de gran importancia, y que gente como Marcos, con esta actitud, sólo consigue derrochar el dinero de los contribuyentes.
El comedor quedó en silencio. Las mejillas de Marcos iban a explotar. Sus compañeros clavaban sus ojos en él. Angustiado, recogió y se marchó. Se fue corriendo a casa, no quería hablar con nadie tras lo ocurrido. No sabía qué había cambiado, sólo que era diferente. Sabía que no podía comer con su mejor amiga, y que su madre preparaba una comida «especial» sólo para él ya que los demás no podrían probarla al poder infectarse.
Si desde pequeños nos hacen ver que hay ciudadanos de primera y de segunda, cuando seamos mayores las diferencias entre unos y otros, serán abismales.