A las once de la mañana del 17 de abril de 2002, bajo un sol ceremonioso en la plaza de armas del Instituto Militar de Virginia, el presidente George Bush se mostraba primaveral ante 2.000 cadetes. Los meses siguientes, habida cuenta del éxito militar norteamericano en Afganistán, serían los de una segunda fase: se eliminarían las células existentes de Al Qaeda en otros países. Aunque en Afganistán podía volver a estallar la violencia, los Estados Unidos, dijo, no correrían la misma suerte que otras potencias que habían invadido Afganistán. “Empezaron con un éxito, seguido por largos de tambaleos hasta llegar a la derrota final. No vamos a repetir ese error”.
Esa misma mañana, el secretario de Defensa, reflexionaba en su despacho de la tercera planta del Pentágono en el anillo exterior con un memorando para sus ayudantes: “Puede que sea impaciente, de hecho, sé que lo soy un poco (…). Pero nunca sacaremos a las tropas de Afganistán a menos que procuremos construir algo que aporte estabilidad con la que dejemos de ser necesarios. ¡Ayudadme!”.
Días antes, el 28 de marzo, Rumsfeld envió una de sus habituales notas a sus ayudantes sobre la situación en Afganistán: “Me preocupa que se nos esté yendo de las manos”. Las alarmas sonaban en los pasillos de buena parte de la administración. Richard Boucher, portavoz del Departamento de Estado dejó escrito en un documento secreto la ausencia de plan en Afganistán y las terribles consecuencias que iba a acarrear: “si hay un paradigma de la sobredimensión bélica, es Afganistán. De decir que íbamos a librarnos de las amenazas de Al Qaeda, pasamos a decir que íbamos a acabar con los talibanes. [luego dijimos] que íbamos a deshacernos de todos los grupos con los que colaboran los talibanes”.
En los meses siguientes Rumsfeld enviaría una nota secreta al máximo responsable de inteligencia del Pentágono:
– No sé quiénes son los malos en Afganistán.
Lo cierto es que los Estados Unidos estaban perdiendo la guerra en Afganistán. Y se estaba librando otra de proporciones no menores, pero dirigida a la población norteamericana. Se trataba de una campaña mitad de autosuficiencia disonante y mitad de falsificación compulsiva. Como consecuencia, ni el pueblo norteamericano que ha sufragado guerras durante 20 años ni el congreso han conocido el rumbo de las invasiones, sus daños y el costo que se estima cercano a los dos billones de dólares.
En 2008, el Congreso creó una oficina para investigar la eficacia del programa de reconstrucción en Afganistán – SIGAR en sus siglas en inglés –. La SIGAR se propuso crear un extenso informe llamado Larsson Learned (Lecciones aprendidas) que pretendía diagnosticar qué políticas en Afganistán habían fracasado para no “repetir errores en el futuro”. Este informe es la mímesis del informe secreto que el Departamento de Defensa bajo Robert McNamara encargó en 1967 para descubrir los fallos de la guerra de Vietnam. Aquel informe
En unos meses, la publicación de los Papeles del pentágono en la edición que hizo la editorial Batam Press se convirtieron en imprescindibles en las bibliotecas de las Universidades y los Colleges. En su conjunto echaban por tierra la creencia de que la malograda guerra era una consecuencia de errores trágicos pero bienintencionados, en un intento de aplicar una misión aceptable – acabar con el Vietcong – sin llevar a cabo una guerra total. También echaba por tierra la complaciente teoría de la intelectualidad sobre el tradicional candor del gobierno que hasta entonces había llevado a cabo guerras justas y que Vietnam suponía un traspiés coyuntural. Los documentos revelan, por el contrario, una manipulación crónica de la opinión pública, y ponían al descubierto cómo cuatro gobiernos habían manejado la guerra como un asunto de política interior. La separación de poderes había quedado desgajada por la política del secreto y la manipulación que allanaron el camino para la creciente brutalidad en Vietnam, Camboya y Laos.
En el informe de la SIGAR, muchos de los entrevistados entre 2014 y 2018 hablaban de los esfuerzos del gobierno de Estados Unidos por engañar a la gente. En Los cuarteles de Kabul y en la casa Blanca se manipulaban las estadísticas aparentando una creciente victoria, cuando la realidad era bien distinta. Pero había más documentos detallando lo acontecido en Afganistán desde el principio de la ocupación norteamericana. Entre 2015 y 2015, el Instituto de Estudios de Combate en Fort Leavenworth, Kansas, entrevistó a 3.000 soldados que habían luchado en Afganistán e Irak. Su testimonio se incluyó en el Proyecto Operacional leadership Experience (Experiencia de Liderazgo Operativo) del Ejército. En su conjunto, constituían la cruda imagen de los errores y horrores de la guerra, la cara B de la imagen difundida por los gerifaltes del Pentágono.
A ambos documentos tuvo acceso el periodista del Washington Post, Craig Whitlock, quien encontró otro alijo en el proyecto de historia oral de la Universidad de Virginia con el testimonio de cien personas que habían trabajado en la administración Bush. Todos esos testimonios incluidos en documentos aparecen ahora en el libro Los Papeles de Afganistán que publica en español la editorial Crítica. “Con su silencio cómplice, dice Whitlock, los líderes militares y políticos evitaron que nadie rindiera y se revaluara la situación. Ningún representante del gobierno [bajo cuatro presidentes] tuvo el arrojo de admitir en público que Estados Unidos estaba perdiendo poco a poco una guerra que, en su día, el pueblo había apoyado sin fisuras”.
Entre 2002 y 2017, el gobierno de Estados unidos gastó 4.500 millones de dólares en la interceptación de drogas en Afganistán, con escaso éxito. Las fuerzas estadounidenses, con la ayuda de la DEA, confiscaban decenas s de miles de kilos de opio y heroína año. Sin embargo, suponían el 2% de lo que Afganistán producía en un año. Dado que el dinero del opio contaminaba el sistema político, fue imposible hacer rendir cuentas a los barones del opio. Los funcionarios norteamericanos recababan expedientes que luego los funcionarios afganos cerraban de inmediato. Los pocos capos que pudieron ser condenados, pronto compraron su libertad.
Durante sus primeros meses en la presidencia Obama ideó un truco. Puso en marcha una campaña de mensajes para hacer creer a los estadounidenses que las tropas que seguían en Afganistán se mantenían al margen de la lucha. En el cielo, los cazas, bombardeos y drones lanzaron misiles tres veces al día. Entre 2012 y 2017 serían 5.475 ataques.
Durante los tres primeros años de mandato de Trump, los ataque s de Estados Unidos, la OTAN y Afganistán mataron a 1.134 civiles al año, el doble que en la dé cada anterior.
En abril de 2017, la Fuerza aérea lanzó una bomba de 9.800 kilos – la mayor jamás utilizada en la guerra en Afganistán – sobre una red de búnkeres y túneles en la provincia de Nangahar. Un exultante Trump la consideró “otra misión muy, muy exitosa”. “si miran lo que ha ocurrido en las últimas ocho semanas y lo comparan con lo de verdad ocurrido en los últimos años, verán que la diferencia es tremenda”. En septiembre, el Pentágono dejo de publicar datos sobre las bajas sufridas por las fuerzas afganas. Se acumulaban pruebas de que los talibanes estaban ganando la partida a pesar de los bombardeos masivos, y los millares de muertos. Y la sombra negruzca e infame de Saigón a finales de abril de 1975 cayó con la pesada losa de la verdad hecha jirones ensangrentados.

Los narradores de la «la realidad» tienen a la verdad como a su más incómodo combatiente enemigo. Pero tienen una obsesión burocrática de dejar por escrito el cúmulo de ilegalidades cometidas o la desinformación llevada a cabo. Los Papeles de Afganistán ponen al descubierto 51 años después, los mismos errores, idénticas brutalidades que la humillantes pérdida norteamericana en Vietnam y Camboya se repetido, punto por punto en la guerra de Afganistán. Pero, además de las decenas de miles de civiles muertos y los cerca de 2.000 soldados muertos y más de 21.000 heridos, la sociedad norteamericana ha sido, a juicios del autor del libro, Craig Whitlock, el pueblo norteamericano, víctima de una campaña de falsificación llevada a cabo por tres presidentes a lo largo de 20 años. En última instancia, es la propia democracia norteamericana la que muestra sus jirones: el estamento militar y el ejecutivo someten al pueblo en un caleidoscopio de ilusiones y monstruosas falsedades.
Los Papeles de Afganistán. Craig Whitlock. Editorial Crñítica. 394 páginas. 22,90 euros.