En su libro titulado El colapso de las naciones (1957), Leopold Kohr describía, en un capítulo dedicado a «La teoría del poder de la agresión», cómo las agresiones sistemáticas tenían un comportamiento paradójico: cuanto más brutales y a mayor escala se cometían, menos indignación despertaban. Cuando la atrocidad se generaliza, señalaba Kohr, nuestra conciencia parece desarrollar una especie de «insensibilidad moral» por la que «a medida que aumenta el porcentaje de crímenes socialmente cometidos, el ser humano ordinario se ve inclinado a perder incluso la mínima conciencia que aún mantenía cuando las víctimas eran pocas». Y concluía que, cuando la agresión se comete en masa, ese entumecimiento moral y la complicidad de la mayoría «pueden instalarse de tal manera que los criminales pierden todo sentido de su criminalidad, y los observadores toda noción de crimen. Es en ese momento cuando los perpetradores comienzan a exhibir un orgullo de artesanos en sus logros, expresan su satisfacción por el trabajo bien hecho y esperan promociones en lugar de castigos por sus tareas llevadas a cabo con tanta meticulosidad»[1].
Desde que comenzaron las atrocidades hace casi dos años, no hemos dejado de asistir a la generalización de esa insensibilidad moral por la que las propias víctimas de un régimen de terror político-sanitario justificaban todo tipo de atentados contra la dignidad, la integridad y la autodeterminación con los supuestos objetivos de «salvar la sanidad pública» y «frenar el contagio». Si, a pesar de todas las medidas autoritarias, aquellos objetivos no se han cumplido, no cabe esperar ahora que quienes las promovieron y defendieron imaginen otra cosa que el aplauso y los honores por haber actuado de manera tan diligente. «De no haberlo hecho, hubiese sido incluso peor», es la falacia, inverificable por naturaleza, que sirve para responder a algunos que durante meses permanecieron callados y solo ahora comienzan a hablar.
Pero la magnitud de las agresiones sufridas ha sido tan grande y la complicidad con ellas tan amplia que señalarlas servirá de poco. Porque, a juicio de quienes las cometían y de una gran mayoría de quienes las sufrían, no lo eran entonces y tampoco lo serán ahora. Se han dado por buenos los argumentos que repitieron machaconamente que para salvar la vida había que perder la libertad, que para evitar la muerte había que dejar de vivir. Una gran mayoría ha asumido que realizar cualquier tipo de crítica es síntoma de maldad o debilidad mental, y que obedecer sin cuestionar absolutamente nada no solo es razonable sino que «salva vidas».
Para quienes hayan transitado la senda de la crítica social durante los últimos quince, veinte o treinta años en este país, la extensión de ese espíritu de linchamiento hacia quien ose señalar que «algo huele a podrido en Dinamarca» no debe de ser algo novedoso. Ha sido el alcance de las agresiones y la complacencia generalizada con ellas durante la pandemia lo que ha descolocado a muchos y, de paso, les ha llevado a imponerse una autocensura lastimosa. Aunque, desde el inicio, surgieron voces críticas con las medidas indiscriminadas y el tratamiento autoritario e infantilizador de la población[2], el rodillo ideológico puesto en marcha desde el Estado, los medios de comunicación y la industria farmacéutica ha generado una especie de indefensión aprendida que tendrá secuelas a largo plazo.
Para las próximas «crisis» que ya se nos están preparando, la inoculación durante estos dos años de grandes dosis de entumecimiento moral —o lo que algunos han llamado «tragacionismo»— hará que los escenarios inéditos que nos depare la llamada nueva normalidad hagan palidecer cualquier distopía apocalíptica de esas a las que la industria del entretenimiento nos ha ido acostumbrando. Conflictos bélicos, escasez energética, emergencia climática, hambrunas, gobiernos de excepción, control inédito de la población, cierres de fronteras, medidas discriminatorias, censura sistemática de la oposición, nuevos delirios transhumanistas… y, por qué no, otra pandemia de una nueva cepa vírica desconocida que se propague con el solo gesto de mirarnos.
Habrá quien diga que el hecho de que se haya relegado al estercolero de la historia cualquier veleidad democrática de los Estados liberales no es algo anómalo, sino que lo anómalo fue el intento de democratizar aquello que nació, precisamente, con la voluntad explícita de impedir cualquier tipo de democracia. Como dejó escrito el malogrado David Graeber: «Por su propia naturaleza, los Estados no pueden ser democratizados de un modo real. Al fin y al cabo no son otra cosa que formas de organizar la violencia»[3].
Puede que pensar así sea lo más razonable. Pero, a la luz de lo sucedido durante estos dos años, no consigo alejar esa inquietante sensación de que la insensibilidad derivada de nuestra forma de vida, y profundizada durante la pandemia, permitirá la comisión de nuevas e imaginativas atrocidades que no encontrarán apenas resistencia. Y, ante agresiones masivas de tal calibre, solo aquellos que las cometan y aquellos que las alienten y justifiquen podrán pretender estar a salvo.
[1] Leopold Kohr, El colapso de las naciones,Virus, 2018, pp. 84-85.
[2] Por ejemplo, Ander Berrojalbiz y Javier Rodríguez Hidalgo, Los penúltimos días de la humanidad, Pepitas, 2021.
[3] David Graeber, El Estado contra la democracia, Errata Naturae, 2021, p. 122.