
Ahora que John Le Carré está muerto pocos recuerdan y casi todos repiten la misma falsedad que cubrió su vida: sus libros podían ser – y de hecho lo fueron – millonarios bestsellers. Se le consideró el más consagrado orfebre del género – eso que llamaban la “novela de espionaje” –, pero cada uno de sus libros perteneció a la ínsula infinita y liberadora de la literatura. Sin ser nunca admitido en el reino snob de los reconocidísimos literatos, el establishment editorial y de la crítica hubo de admitirle torciendo el morro por la consecuencia de su arte, es decir, las cifras de ventas, pero nunca por el intrincado valor literario y moral de sus obras.
En Le Carré hay codas constantes, como en Beethoven. Trombones y clarinetes se contraponen en busca de un brusco giro como personajes que luchan ante los retos éticos de un orden que mediante el tedio inescrupuloso y cínico atisba todo indicio de humanidad. En Le Carré descubrimos sin saberlo a Pasternak, a Orwell, a Camus, a Greene, a Erasmo, pero también a Wodehouse, Thirkell o Waugh.
Ninguna novela de Le Carré es cómoda. Su lectura es de algún modo un bautismo de fuego. Parece emitir un calor inocente en su principio, condescendiente, trivial, incluso demagógicamente intelectual, encorsetada en una trama de burócratas y elitistas miembros de la nomenklatura. Hasta que sus raíces penetran la tierra de la conciencia. La vida de cada cual se ve atravesada por la burocracia de la existencia que, a nada que escarbe, cada cual puede ser cada personaje de Le Carré. El dilema se dirime entonces en saber cuál. Y es ahí, cuando John Le Carré se encuentra con Cervantes. Sus personajes dirimen, lanzándonos la lanza contra los molinos de una confundida realidad con sus clases desdeñosamente estratificadas e insertada entre ellas una cohorte de funcionarios salidos del snobismo jerárquico que lidian con advenedizos políticos capaces de reducir el mundo al infierno de Dante.
Las premoniciones de Le Carré son tan certeras que en sus primeras novelas vaticina el final de un mundo en favor de uno más cínico y pernicioso augurando la llegada de los jóvenes rabiosos en las izquierdas y derechas que darían lugar a líderes como Blair, Bush o Aznar.
Cada lector se habrá encogido de una u otra forma ante cada libro de Le Carré. La literatura sobrevive a sus autores. Y ahí están la mayoría de sus obras no solo sobreviviendo al espacio literario sino al tiempo moral de cada una de ellas. A la literatura no le sobraban autores como él. El mundo crece en cinismo y autoritarismo. Y John Le Carré sigue siendo necesario.