El filósofo antifascista Benedetto Croce declaró: “Toda historia es historia contemporánea”. Esta afirmación ciertamente se aplica a mi libro Los obreros contra el trabajo (Pepitas de calabaza, 2014). El libro tiene sus raíces en el “largo periodo de los sesenta”, cuando algunos de sus protagonistas más radicales ofrecieron una crítica social y cultural del capitalismo de consumo. La revolución cultural de los sesenta renovó la pregunta sobre el trabajo asalariado, una cuestión que fue intrínseca al movimiento de los trabajadores.
La conceptualización de Los obreros contra el trabajo fue influida pero no completamente determinada por la “crítica del trabajo” que surgió después de 1968, y que absorbí cuando viví en París, durante los años 1979 a 1982. Allí tuve la oportunidad de conocer a varios franceses que redefinían la futura revolución y no aceptaban el trabajo asalariado. Su posición repetía la demanda socialista del siglo XIX, una demanda articulada por marxistas y anarquistas que pedían la abolición del trabajo asalariado, y sostenían que el trabajo es opresivo y además, y con igual importancia, que los trabajadores se resisten a él.
Este escepticismo hacia el trabajo asalariado ha promovido un nuevo interés en la historia laboral, que creció en Francia y otros países occidentales durante los años sesenta y setenta, cuando por primera vez los historiadores comenzaron a dar una crónica sobre el rechazo del trabajo por parte de los trabajadores. Estas historias de base han resucitado la búsqueda de autonomía de las clases populares y han expresado además una crisis general del militantismo. Los intelectuales solo tenían pequeños papeles que jugar porque las metas de esas clases populares eran la autonomía de los trabajadores y su autodeterminación. Los radicales marxistas, críticos de la izquierda ortodoxa, afirmaban que los intelectuales bien intencionados no podían dirigir el movimiento ni alimentarlo con una conciencia leninista revolucionaria. Solo la lucha misma era capaz de otorgarle la conciencia de clase.
Los estudios sobre historia laboral y social han encendido la chispa y han alumbrado deseos de revivir tradiciones libertarias. Algunos de mis amigos en París en los últimos años setenta y comienzos de los ochenta adoptaron el “consejismo” y pidieron el autogobierno de los trabajadores. Estos “consejistas” antileninistas rechazaron la dirección “revolucionaria” de los partidos políticos y los sindicatos supuestamente representativos de la clase obrera en favor de las huelgas salvajes, la ocupación de fábricas y una variedad de autogestión que ellos declararon como el verdadero socialismo del futuro.
Más incluso que sus oponentes bolcheviques, estos consejistas del temprano siglo veinte tenían una noción productivista de la revolución. Ellos asumían que los trabajadores manejarían eficientemente las haciendas y las fábricas por ellos controladas. El proyecto de estos consejistas contradecía el espíritu del antitrabajo que quería revigorizar el obrerismo de los años setenta con la máxima de que “el trabajo es la maldición de la clase que toma”. El eslogan de los situacionistas “No trabajes jamás” ejercitaba una profunda atracción entre muchos de estos jóvenes izquierdistas. Los situacionistas sin duda fueron provocadores y astutos, pero fue dudoso que ellos u otro grupo de izquierda resolvieran la tensión entre la autogestión de los trabajadores y las inevitables demandas sociales creadas por la producción. De hecho, los situacionistas colocaban, con una visión casi mítica, en el extremo de las hazañas humanas las colectividades establecidas por los anarquistas y marxistas durante la guerra civil española. Los situacionistas, como otros, ignoraban tanto el productivismo de los anarcosindicalistas como la resistencia de los trabajadores. Ellos descuidaron totalmente los rechazos al trabajo de la base obrera durante la Revolución española, lo que constituye el punto principal de mi libro. En otras palabras: el retrato de los obreros como resistentes al trabajo fue incompatible con la disciplina y organización necesaria para el funcionamiento de consejos, soviets y otro tipo de colectividades productivas.
Cuando Los obreros contra el trabajo fue publicado, en 1991, su iconoclasta argumento desafió tres de las mayores escuelas del pensamiento angloamericano de la historia laboral de los años ochenta: el marxismo, la teoría de la modernización y el culturalismo. Primero, los marxistas proponían que el desarrollo progresivo de la conciencia de clase ayudaría a los trabajadores y sus representantes a manejar eficientemente las fuerzas productivas. Segundo, los teóricos de la modernización declararían que los trabajadores deberían adaptarse a la sociedad industrial y gradualmente abandonar lo que yo llamo resistencia o rechazo al trabajo, por ejemplo, huelgas, trabajo lento, absentismo, enfermedades falsas, retardos, robos y sabotajes. Tercero, los culturistas o (posmodernistas) sostenían que el lenguaje hacía el trabajo significativo. Los obreros contra el trabajo intentó mostrar que ninguna de estas teorías podría explicar a la continua resistencia al trabajo por parte de los trabajadores. La resistencia al trabajo continuó o se incrementó durante el Frente Popular en los años treinta en Francia y España, con más precisión desde los años 1936 a 1938, en Barcelona y París donde la izquierda mantuvo el poder político.
La Revolución y la guerra civil explotaron en julio de 1936 en España, un país con problemas y características parecidas a Rusia y China, en donde la burguesía se encontraba debilitada y era incapaz de completar la “revolución burguesa”, donde aún no se había creado una nación unida, donde el desarrollo de los medios de producción era escaso y donde aún no se habían separado la Iglesia del Estado ni los militares del gobierno civil. En Barcelona revolucionarios anarcosindicalistas, comunistas y socialistas tomaron el control de las fábricas, pero tuvieron que hacer frente a huelgas, trabajo lento, absentismo, enfermedades fingidas, indiferencia al trabajo y baja productividad por parte de los trabajadores de base. Los militantes de partidos y sindicatos reaccionaron a la resistencia de los trabajadores con los mismos medios represivos, es decir ajustando el pago a la productividad del trabajador y sancionando a los trabajadores ausentes, de igual forma que antes habían hecho los capitalistas que habían dirigido las fábricas. De este modo, muchas de las experiencias tanto de los trabajadores como de los directivos de las fábricas durante la Revolución española repitieron el modelo de los soviéticos durante la Revolución rusa y en su etapa posterior. En Francia, el Frente Popular, creado por una coalición de socialistas, comunistas y radicales de centro, fue una alianza reformista, y no revolucionaria como en España. La burguesía francesa creó el modelo de la “revolución burguesa”, unificando la nación, imponiendo una nueva relación entre Iglesia y Estado y desarrollando progresivamente las fuerzas productivas. Los militantes franceses de la clase trabajadora tenían una agenda diferente a la de sus colegas españoles. Querían hacer reformas y no completar la revolución burguesa. Después de la victoria electoral de la coalición del Frente Popular a mediados de mayo del 1936 estalló una ola de ocupaciones de fábricas en la zona de París.
En junio de 1936 Leon Blum, cabeza del Partido Socialista, fue elegido como primer ministro y cedió a la exigencia de una semana de cuarenta horas laborales y dos semanas de vacaciones pagadas. Sin embargo los asalariados querían más y desde 1936 a 1938 los trabajadores comenzaron una guerra de guerrillas contra el trabajo. La productividad cayó en muchas de las más importantes fábricas de región de París a medida que los militantes de los sindicatos obtenían más poder en los lugares de trabajo y establecían unas bajas cuotas de producción que hacían inefectivo el trabajo a destajo. La baja producción creó numerosos problemas políticos y económicos para el Gobierno de Leon Blum y el Frente Popular. El oscilante partido centrista, los Radicales, se desligó de la coalición gubernamental del Frente Popular, afirmando que el Gobierno era responsable por la baja productividad y la consecuente inflación. El centro y la derecha dedujeron que la pobre producción del sector de aviación estaba afectando a la defensa francesa, ya que los trabajadores galos trabajaban tan solo cuarenta horas por semana, mientras que de los obreros alemanes bajo el gobierno del Partido Nacionalsocialista trabajaban entre cincuenta y sesenta horas por semana. La guerra y su posibilidad significaban más trabajo y más presión para los obreros. Frente al crecimiento del poder de Alemania y el incremento de la inflación en Francia, la derecha obtuvo el Gobierno y acabó con el Frente Popular en noviembre de 1938 y provocó la huelga general en defensa de la semana de cuarenta horas.
Los obreros contra el trabajo concluye que, dadas las experiencias de Barcelona y París en los años treinta del pasado siglo, era difícil, si no imposible, construir la democracia en el área de trabajo. Además, mi libro contribuye al estudio de la teoría del Estado, defendiendo que un estado poderoso y represivo ha sido el requisito previo para obligar a los trabajadores a trabajar. Durante los años treinta un Estado débil y permisivo fermentaba la resistencia al trabajo, mientras que un Estado represivo, sea burgués o proletario, reducía el rechazo al trabajo. A pesar de la presencia de partidos y sindicatos de clase obrera en los Gobiernos revolucionarios o reformistas, los trabajadores han continuado resistiéndose al espacio y al tiempo de trabajo.