Entre la abdicación borbónica en favor de Felipe VI y la irrupción de Podemos, parece trazarse una línea común: una especie teoría positiva de los terceros posibles. Si por un lado la monarquía parecía agotada y el partidismo abocado a un dueto no menos lamentable, el príncipe convertido en monarca y el nuevo partido político renuevan la esperanza o espejismo de la renovación. Frente a un cuestionamiento del sistema que integra monarquía y partidismo, parece abrirse una escotilla por donde del Titanic salieran el monarca caduco y corrompido y los partidos idénticos a éste. Y entraran por la cubierta de proa escorada el nuevo monarca corregidor junto con un partido cargado de ilusiones -una de ellas la de convertirse en partido-. Si en el florido 15-M corría el eslogan «No nos representan» por doquier, quizá sea hora -y no porque El País y otros diarios de humor hayan identificado la irrupción de Podemos como clon electoral del 15-M- de pensar si el eslogan es «no nos representan estos«, en vez de concluir: «somos irrepresentables«.
Los espejismos ibéricos desde 1978 han superado a los de Quijote siglos atrás. Cada generación, desde los años 80 hasta la actualidad, ha tenido al menos una decepeción. El remake de votos que tiene hoy Izquierda Unida no puede provocar más que una pregunta lacerante: ¿A cuantas decepciones ha sometido a sus esperanzados acólitos esta alternancia desde que irrumpió con una sonoridad semejante a la de Podemos? La renovación del partidismo puede ser una vacuna en cuyo cuerpo las resistencias consiguen hacerla anecdótica, sino vitamínica para el propio cuerpo infecto: recuérdense los pasos de figuras salidas de IU al PSOE.
La importancia de Podemos radica más en el momento concreto de los propios resultados que obtienen los demás -y que en parte cabe deducir que recoge-. La desafección hacia PSOE y PP, que suman menos del 50% de los votos, puede hacer parecer que la ilegitimidad de ambos se vea ahora, «por fin«, confirmada por el tamiz siempre falso de las cifras electorales. No porque ahora entre ambos o entre todos tengan menos votos son menos o más ilegítimos que antes. El juego consistia en apoyarse en la supuesta legitimidad de los votos, para actuar después, desde el principio, ilegitimamente. Llegados a este punto es preciso plantarse: ¿es el voto delegado entonces otorgador de legitimidad? Evidentemente, no. Una alarma ha sonado a las pocas horas de su éxito electoral, Podemos exige irónicamente al nuevo monarca que si quiere ser jefe de estado, se presente a las elecciones.