El hombre que ha llegado a su casa, después de pasar unos días con una amiga en el campo, está sentado debajo de la ventana en la sala de su pisito. Ha sacado las cosas del petate. La ropa no usada la ha devuelto al armario de donde la sacó. Después ha abierto un libro y se ha puesto a leer. Es una hora indefinida de la mañana. No tiene apetito. Espera leyendo, que esa indefinición se resuelva. Que el vacío que produce cualquier falta de acción actúe, cuando los músculos del estómago y los intestinos empiecen a crear ese jugo que produce el hambre.
Es verano. El hombre vive en un barrio que se está preparando para los cinco días que durarán las fiestas, sumamente extraordinarias de alcohol y ruidos. Como un preámbulo que abre la braña del jolgorio, le llegan los ruidos de los camiones descargando cajas de cerveza en las entradas de los bares. El estrépito es molesto y aparta al hombre de la intención de la lectura. El chirriar de las ruedas de las carretillas, que transportan los bidones de cerveza hacia el interior de los bares, le produce una aversión que se mezcla con la sangre, cerrando todos los orificios por donde se pueda escapar el odio, pero esta oclusión dura poco y el siguiente escalón en el orden del rencor corre hacia el corazón.
Ahora, con los ruidos de afuera, se mezcla el portazo de un vecino que baja corriendo las escaleras como un caballo, además escucha una discusión que se amplía rebotando entre las paredes del patio interior.
Una mosca se detiene en el brazo del sillón donde el hombre está leyendo.
Cierra el libro, y con la habilidad de un cazador paciente, golpea en el momento preciso para aplastarla. Una alegría actúa en los nervios del bazo, del hígado, del estómago y de los intestinos del hombre, que fortifica la impresión en su cerebro, como planta trepadora que da hermosas flores rojas y blancas, proporcionándole una tranquilidad inusual.