Sin óbolo en la boca del muerto
Como las aguas antiguas de los océanos
caían a un abismo sin fondo,
alguien se tira de la vida
desde los bordes de sus páginas.
Ninguna llave regula el paso
de las águilas y en la boca
de las cañerías se intoxican
leones crespos.
Nadie mejor que él llamaría
al candor rata y a las alas
de los poetas columbarios.
Con la desmesura de quien
no ha pactado con el veneno
en el borde de la mandíbula
un diente escribe obscenidades
en la tapa del ataúd o en el humo
cinerario ladran versos cancerberos
sin pagar el peaje.
Muerto el poeta Leopoldo Panero surgen ahora los recordatorios. Es un ritual que sólo cuando a alguien se muere, se le otorga el premio del recuerdo. Es el signo de una submediocridad arrastrada por generaciones. Aún más allá, a cierta intelingentsia le obsesiona aprovechar ese tanatorio cultural del reconocimiento al muerto para acercarse a retratarse en su estampa para la eternidad. Esa plusvalía funciona en un país de baratijas morales.
Panero no quería ser reconocido. Ni laureado. Ni admitido. Y no lo fué por quienes ahora esgrimen con pose de salón el lamento de su pérdida. Se limitaron a verlo como el salvaje loco tan atractivo para la burguesía intelectualizada; ahora pasan por la caja registradora: unos le leían profusamente, otros le trataron, aquellos le adoraban, casi todos se encontraron con él en tal o cual idílico o chic lugar. Y cada cual cobra espacio en los suplementos culturales, en reportajes, columnas. Nadie se encontró nunca con Panero. Cómo habrían de hacerlo. Ni siquiera Leopoldo ubicaba a Panero.
Centro de una capital de provincias – como lo son todas -. Librería de referencia. A las pocas horas de la muerte de Panero, de quien apenas había nada en las estanterías, en el mostrador ya están en bolsillo casi sus obras completas. Ocurrirán más ignonimias. La última fue con Agustín García Calvo. Los establecidos y los que se han situado en las antípodas de su ética, rindieron un libro en el que hablaban de cómo ellos, cuándo ellos, de qué manera ellos, coincidieron con Agustín García Calvo.
Hablar de Leopoldo sería traicionarle. A quién demonios le interesa Leopoldo. Es su grito. Y hasta él no alcanzará nadie. De entre lo publicado, cabe quedarse si acaso con un párrafo de Pepe Ribas publicado en La Vanguardia. Habla de lo que Leopoldo piensa de los demás, no sólo de los que siempre opinaron de él, sino de nosotros mismos:
«Soñaba con una acción ética arrolladora que acabara con la sociedad paranoica capitalista, basada en el aislamiento y en el policía que todos llevamos dentro».
Puede ser.