Como miles de personas, Fernando necesitaba una furgoneta. Rastreando en el mercado on line de segunda mano de toda Europa, halló la oferta más barata. A trescientos kilómetros de su lugar de residencia, un propietario de Palencia ponía a la venta una citröen «cirila» de 1980. ¿Qúe más dá que vaya lenta si no tengo prisa para llegar a ninguna parte? Hace treinta años se vivía, se viajaba, más despacio. ¿Hace falta recuperar lentitud? Hincapié acompaña a Fernando en su viaje a Palencia por los agrestes campos de Castilla y en su regreso a Bilbao ya a bordo de la cirila de 29 caballos a 60 kilómetros por hora. Un viaje sin prisa.
Gas azul en el cielo. 7:10 de la mañana. Una neblina errante agita sus manos despidiéndonos desde las laderas de los montes vizcaínos. En el autobús que desde Bilbao nos llevará hasta Palencia. Alrededor de 20 personas, todas ellas cercanas a los 50 años son probablemente los nietos de aquellos emigrantes que desde las planicies del norte y sur de Castilla, y más allá viajaron un día para hacinarse como obreros en el babilónico Gran Bilbao. Van al pueblo.
Con levedad difusa se presenta la llanura alavesa como una infinita lengua de miel seca y viñedos rodantes. Silencio sepulcral. Dormitamos. Hay un silencio generacional solamente interrumpido por algún ronquido. Desangelada y ocre autopista
Zozobra el sol al abordaje de unas pocas nubes. Hordas de sombras juegan en los inertes campos.
Planicies
Cipreses en dunas mentales. Burgos sin su Castilla y León: pintadas reivindicando una autonomía separada para León. Pancorbo, olmos que hacen de espinas dorsales junto al ferrocarril. Camiones en ruta París-Fátima.
Desdentada sierra clava sus roídos colmillos en la historia de esta tierra en cuero seco. El campo burgalés apenas es trabajado por algún tractor. Y se suceden fantasmagóricos chalets adosados, fallidos, que se han quedado famélicos en su hormigón. Águilas en el cielo parecen ir al acecho, pero ellas sí saben, en contra de los hombres, que del hormigón no se come. La línea de Alta Velocidad en la N1: algunos de sus tramos parecen tricheras abandonadas por el fantasma de la crisis.
Llegamos a Burgos, donde los veteranos pasajeros despiertan. Desayunamos en la propia estación de autobuses dos cafés y una ración de tortilla de poca enjundia. Seis euros, nada menos. Burgos parece haber tomado altivez en sus precios. Y en sus modos: junto a su catedral una anciana pide limosna, hasta que dos policías municipales motorizados paran junto a ella: «te lo tiro todo a tomar por culo si no te vas de aquí».
El sur de Burgos se puebla de girasoles con ojos dalinianos. Cipreses y álamos jalonan el Pisuerga que lleva su modorra en las cercanías de Torquemada. Vientos lisérgicos mueven los molinos eólicos que aspavientan con los aires del sureste.
Palencia capital. Javier nos recoge en el parking de la estación. Trabaja en una empresa de reciclaje. Desde luego es un gran profesional. Con paciencia ha recompuesto con piezas recicladas de otros citröen la furgoneta Dyane 6 amarilla que tenemos ante nuestros ojos. Espejos, cables, cubiertas, juntas, ventanillas, cerraduras, pintura. Amarilla chillón. Recorremos con la cirila unos kilómetros. Suena a máquina antigua -como de otros tiempos-, en su interior todo chapa desnuda , y sus amortiguadores nos balancean hasta el vértigo. «Precisamente por eso, es imposible de volcar», nos dice su dueño. El trato se cierra enseguida. Para celebrarlo, Javier y su suegro nos invitan a tomar algo y a pasear por la vistosa capital palentina.
Adiós Palencia. Son las 14:30h. N-611 dirección Santander. Atónitos girasoles custodiados a lo lejos por cipreses. Mientras rodamos a 53 km/h. somos la atracción de los cientos de vehículos que nos adelantan a velocidad vértigo.
Palomares en Orbaneja del Castillo. Halcones en el cielo. Debajo del asiento encontramos un olvidado compact disc de los Judas Priest, Painkiller. La Cirila resuena tanto que es imposible escuchar apenas una nota ni poniéndolo a tope. Todo lo más una cacofonía entre las guitarras agrestes de los Judas Priest y el rugido de los 600 centímetros cúbicos del bicilíndrico motor.
Aguilar de Campó. bajamos la ventanilla para comprobar que ni el pueblo, ni los alrededores de la fábrica, huelen a galleta como antaño. Las fronteras de Castilla con Cantabria (antigua provincia denominada Mar de Castilla), se contornean. Robledales por doquier.
En una curval, el chillón color amarillo de la Cirila asusta a un halcón que lleva una presa en el pico, y la deja caer en el parabrisas del coche sin llegar a dañarlo. Tomamos rumbo a Reinosa, alternando con las vías del ferrocarril que desde La Robla, en León, discurre hacia Bilbao. Las ramas de los álamos en la ribera del Ebro son vidrieras en la tarde. CA 274. Puerto de Carrales dirección Soncillo. En Arija paramos a comer algo. Son las 18:00h. sólo un pequeño bar nos permite comer unos bocadillos casi abandonados en la barra a modo de tentenpié para proseguir el camino. Es tarde de champions, pero para los lugareños del bar el espectáculo de este día somos nosotros saliendo del pueblo con la Cirila rumbo a Espinosa de los Monteros.
En busca de un artesano
Primer adelantamiento. Sin piedad, cuesta abajo, apenas a unos kilómetros de Arija conseguimos adelantamos a un camión. Una tortuga superando a un caracol. Parada obligada en Espinosa. Buscamos a José Luis. Su taller queda en las afueras. Es un veterano artesano del automóvil perteneciente a una estirpe que ya no queda. En el altillo de su hangar-taller José Luis nos muestra orgulloso el taxi de su padre matrícula de San Sebastián de 1920, también un descapotable popularmente conocido como un «ahí-te-pudras» aún anterior tallado de madera y diferentes modelos de los años 50 y 60. Todos citröen. Sólo José Luis puede tener recambios nuevos para la cirila que ayuden a aminorar la reverberación del motor. Por supuesto, los tiene. Los colocamos mientras nos busca otras piezas. Cuando vuelve echa juramentos.
– Eso así no, hombre, hay que hacer las cosas bien, si no, no se hacen.
Y saca los las piezas para cortarlas y moldearlas a mano pacientemente. No importa el tiempo que hay que emplear hasta darles la curvatura exacta. Se acoplan perfectamente. Y es cierto. Por qué sentíamos impaciencia si en este viaje a nosotros tampoco nos importa el reloj. El tiempo sí nos importa, para emplearlo en sentirnos en el lugar por donde pasamos.
Desde Espinosa de los Monteros, en las prolongadas subidas y bajadas rumbo al valle de Mena se suceden los pinos rojos legendarios, adustos robles, con su imponente vejez a cuestas. La cirila tose en las cuestas y resuena en el imponente silencio del macizo cálcico del valle. Mientras el atardecer bosteza, nos adentramos en territorio vizcaíno. La lentitud nos permite ver que los montes vizcaínos se pueblan únicamente del pino espigado insignis tan apreciado por la compañía papelera de la zona. Atrás quedó un todo uno de alerces, pinos, robles, hayas. En la autovía la cirila vuelve a ser protagonista. Llegamos a Bilbao a las 20:30. Lentos, pero con el camino bien hecho. Fernado tiene ya furgoneta con la que viajar. Va a llegar con ella donde sea con el tiempo debido. Quiere enseñársela a la familia; a ver qué dicen.