El Salvador. En los primeros dias de pandemia la mara Salvatrucha, los miembros de la mara, patrullan las calles y golpean a quienes no respetan el estado de confinamiento. Son una suerte de policías con uniformes irreconocibles. Su haber violento deja muy atrás al de los policías que dos meses y medio después y a miles de kilómetros en la ciudad de Minneapolis acabarán con la vida del negro George Perry Floyd Jr. El violento orden de antaño muta para permanecer residente como una bacteria en un cuerpo social, silencioso y acostumbrado. Nadie lo ha contado así. ¿Se han narrado todas las muertes, las del presente continuo, las del pasado imperfecto o las del futuro pluscuamperfecto? Es cierto que hay un permenorizado recuento de cadáveres, una estimación burocrática de víctimas posibles. Tenemos una retahíla de realidad que resuena por los altavoces de gobiernos y estados mayores, desde El Salvador, a México, pasando por Chile, los altos del Perú, cruzando el charco inmenso y los estrechos atestados de prófugos naufragantes. Tuvimos la prueba de que el mundo está realmente globalizado cuando supimos que en cada uno de esos países y en el nuestro se repetían las imágenes y los rostros, los atuendos y las frases televisadas, las calles sin reticencia tendidas a botas militares.
Tras el aluvión quedó un lodo trivial de información: los datos y las especulaciones se contaron por billones de terabytes y toneladas de papel impreso. La crónica de esta pandemia descansó en uno de los primeros ataudes que llegaron a los tanatorios. La cuestión hubiera sido no solo entrar en hospitales, residencias, en las fabelas, en las morgues o en los velatorios donde el periodismo no se coló. Tampoco en las comisarías o en los coches de la policía que en España multó y detuvo al dobre de las personas que toda la Unión Europea. Donde el periodismo sí estuvo fiel y dispuesto fue en los rellanos de los despachos presidenciales, en los teletipos al dictado y las consignas urdidas en asépticos despachos. En todos los países circularon idénticos eslóganes marciales, idénticos recuentos de vidas fustradas, idénticas salvas a héroes, idénticos miedos. Pero sobre todo un idéntico desconocimiento, ocre e inmenso como de ballena cayendo de un cielo. Pocos miraron ese cielo y percibieron entonces que el coronavirus era una inmensísima metáfora. La metáfora del mundo bulímico y de ansia depredadora. Y como metáfora inmensísíma, ha venido para quedarse. Y la noticia es que la vacuna contra el coronavirus no hace absolutamente nada a la inmensísima metáfora. Y aquí comienza la segunda parte de la crónica de la pandemia mundial del coronavirus.