En El camino de la vida, Lev Tolstói recogió esta frase de Jenofonte: «Y, en realidad, ¿Cuáles son los signos distintivos de los desdichados y los poseídos locos? Tienen miedo de aquello que no tiene nada de terrible y no tienen miedo de lo verdaderamente peligroso». Y pensé que durante estos últimos dos años hemos caído bajo el signo de los poseídos y nos hemos entregado a uno de esos delirios colectivos de los que nuestras sociedades modernas tienen terribles antecedentes.
Desde el inicio de la pandemia en marzo de 2020, he venido señalando en distintos lugares que lo más peligroso de la plaga que estábamos viviendo era la extensión de la obediencia, la concentración del poder del Estado por vía de excepción y el reforzamiento de las condiciones de una forma de vida que no haría más que reproducir diferentes «crisis» a cada paso. Crisis que, en realidad, son distintas caras de una misma conmoción profunda surgida de nuestra civilización industrial y sus variopintas y cada vez más espectaculares nocividades en forma de hambrunas, miseria, depresión, embrutecimiento, plagas, envenenamientos, autoritarismos, guerras, genocidios y tierras quemadas en prácticamente todos los rincones del planeta.
Que, a pesar de todas las evidencias catastróficas que se acumulaban ante nosotros, un virus y una enfermedad fuesen lo más peligroso que podía sucedernos, y que el combate por la «salud» habilitase la suspensión de derechos y libertades elementales, ya era una muestra de locura: se temía la muerte, pero no a quienes las administraban cotidianamente mediante la coacción y el terror. Se temía (y se despreciaba) a quienes defendían una acción menos represiva y el respeto de las libertades civiles, pero se aplaudía a la policía y al ejército. Se temía una enfermedad respiratoria que afectaba fundamentalmente a los más vulnerables, pero no a los sociópatas que decidieron dejar morir por miles a los ancianos en sus residencias mientras nos decían que la libertad era poder irse de cañas con los amigos. Nos aterrorizaban con el recuento de muertes e ingresos hospitalarios a diario, pero las masacres que seguían teniendo lugar todos los días —en Siria, en Yemen y en todo el mundo— eran relegadas de inmediato al olvido. El modo de vida que había propiciado la extensión de la pandemia y encumbrado al poder a sus diversos administradores no inquietaba ya a casi nadie, más bien era reivindicado a todas horas mediante la fórmula «ansiada vuelta a la normalidad».
Esa fue nuestra locura y nuestra desdicha, temer lo que no tenía nada de terrible y aceptar todo aquello que entrañaba un verdadero peligro.
Para quienes deseaban volver cuanto antes a la normalidad, la realidad les ha servido dos tazas: una guerra en el continente europeo, la amenaza nuclear y la sombra permanente del uso de armas biológicas. Genocidios asegurados, manipulaciones, propaganda y terror armado contra las poblaciones civiles, escasez energética, crisis económica… en fin, la normalidad de siempre, pero en «realidad aumentada». De la pandemia ya solo parece quedar un recuerdo lejano, y un importante aprendizaje: la poca resistencia ofrecida frente al gobierno de las masas mediante el terror.
Según nos decían aquellos que pretendían protegernos de todo menos de ellos mismos, no debía darnos ningún miedo el mundo clausurado que se estaba forjando, solo había que acatar órdenes y ser disciplinados. Sin embargo, nuestros familiares, nuestros amigos y nuestros hijos pasaron a ser definidos como peligrosos vectores de contagio, y cualquiera que pretendiese realizar una crítica se convertía en un indeseable, enemigo de la ciencia, la verdad y la democracia.
A las almas cándidas a las que, a pesar de todo, la pandemia les reveló la posibilidad de un cambio trascendental en nuestras vidas y el inicio de un ciclo de solidaridad y buenrrollismo, los bombardeos y los crímenes en Ucrania, el aumento del gasto militar mientras la sanidad sigue desmantelada y los augurios de una nueva crisis económica que promete hundir a varias generaciones en la miseria, les debe de haber pillado en un universo paralelo. Quienes pensaron que la pandemia era tan solo una interrupción de la normalidad, que con esfuerzo y sacrificio lograríamos superar, y no un acto más de la catástrofe en curso en la que se ha convertido nuestro mundo, tendrían ahora buenos motivos para empezar a temer lo que nos depararán los próximos años. Sin embargo, lo más terrible será constatar que una gran mayoría está ya incapacitada para saber qué es lo realmente peligroso y qué no. Aceptaremos que nos digan que poner la calefacción es colaborar con el genocidio de Putin en Ucrania, mientras negocian cómo se repartirán la reconstrucción del país y bajo qué condiciones tendrá lugar la explotación del litio ucraniano, tan necesario para la transición europea al coche eléctrico.
Formar parte de este delirio colectivo no nos ha hecho mejores en ningún aspecto. Aquellos que se presentaron como única solución al caos, siguen medrando en el caos mientras hacen crecer el abismo bajo nuestros pies. Todo ha cambiado y nada ha cambiado. Al despertar, el desastre todavía estaba allí.