Papá cruzó hoy el transbordador y a media tarde me llamó para decirme que no sabía dónde estaba. Había ido a por el pan. Mientras veníamos en coche ya con el ocaso frente a nosotros dijo
– Este atardecer de mermeladas nos dice lo que somos.
Qué eres, papá. Me gustaría encontrarme con mi hijo; hace años que no nos vemos, ¿sabe? Quizá su hijo esté conduciendo en este momento para encontrase con usted, respondo. No creo, vive en un país lejano. ¿Mucho más lejos que este atardecer?
– Oh, mucho más allá, en una melancolía de fuego. Siempre fue así.
Esta noche la pasaré con usted si no le importa. Será un placer, le enseñaré fotografías de mis hijos; han muerto todos, los pobrecitos.
A primera hora, con el vaporoso café inundando el ánimo, he llamado a la asistenta social. El diagnóstico ha sido remitido del departamento de asistencia al encargado técnico que lo derivó a la supervisora de peticiones. El coordinador de expedientes alzó el número de expediente a la oficina de coordinación del ayuntamiento. En un tiempo récord, me dice, ya llegó a la sub oficina de la diputación y estaba en su mesa. El mecanismo sigue la ley de la oferta y la demanda: lo que la sub oficina oferta y lo que yo demando. Quedamos en pensarlo.
¿Cómo ha entrado en mi casa? Soy su acompañante designado por la Diputación, digo. ¿Una especie de secretario? Eso mismo, señor Urtarren.
– No sabía que en la Diputación fueran tan eficientes, cómo han cambiado los tiempos. Me voy a por el pan. En mi escritorio hay unas cartas a mi hijo, ¿Puede mandarlas?
Sí, cómo no.
Enfila la calle del Gallo, sube las escaleras mecánicas. Cruza la esquina del taller de automóviles y se detiene con un gesto de fascinación, observando en su interior ese resumen de chatarra reparándose inútilmente una y otra vez. Riendo, vuelve a caminar camino a la parada del autobús 3115. Con una agilidad felina acelera para incorporarse al bus. Esprinto hasta extenuarme para llegar también. Le oigo decir al chófer Cabo alto y enseñar la tarjeta de pensionista jubilado. Nos sentamos juntos. Observa con un placer adolescente los álamos florecientes de la gran Avenida y asombrarse de las secuoyas y los cedros del cercano parque central. Pasada la Glorieta parece ubicar las casitas victorianas de la Protectora porque de sus ojos emana un destello cálido pero huidizo. Esas casas se construyeron en 1930, le digo. Ah, no sabía, son lindas y parecen espaciosas para ser tan bajitas. Pueden albergar a una familia de cinco personas, le provoco. Ah, qué cosas, lindas pues, sí. En lo alto del barrio viejo mientras el bus traqueteaba por los eternos baches antes de descender hacia el astillero, le pregunta de dónde era. Estoy de visita, viví aquí de pequeño. Ha venido usted a recordar. Me llamaron mis hijos, y aquí estoy. Y dónde viven sus hijos. Ah, muy lejos, unos murieron ya, y del resto no sé nada.
Cabo Alto era la última parada. Papá no sabía dónde estaba. El mar refulgía con una serenidad adormilada y cobriza. Los pinos del malecón que regresa del faro permanecían estupefactos con los brazos tapándose los ojos. Me acerqué a él. ¿Necesita ayuda, señor? ¿Qué lugar es este? Está usted en Cabo Alto, muy lejos de su casa, yo vivo justo al lado de usted, ¿quiere que le lleve?. Si me hace ese favor, así no molesto a mi hijo. Cogimos un taxi.
En la radio del taxi un noticiero difundía las palabras del presidente: decía no saber que el servicio de inteligencia bajo su mandato había espiado a políticos adversarios y a otros sin autorización de juez alguno.
– Pobre hombre, no sabe lo que sucede a su alrededor. Qué mala es la demencia cuando le llega a uno.