Un denso aire de aves plomizas cruzó fugaz el cielo tres días antes del día de difuntos. Mi tocayo supuso que el presagio huiría con esa misma celeridad. Se equivocó, de nuevo. En las horas previas a su defunción, todo fue un repentino revoloteo de corral liberado. Los testigos de armas le impusieron los detalles de su renuncia. Los antaño amigos, ahora santos pablos de la venganza, le entregaron, relamidos de gusto pero con gesto cínico, la pistola. Después, una vitrola incansable de justificaciones. Mucho después volvieron las bandadas de aves plomizas trayendo en sus picos sangrientos las tardanzas infinitas y los silencios deliberados.
La mañana en la que Iñigo iba a morir no cayó en su mente ninguna de las escenas que correrían después por las plazas y patíbulos del país. Le vino como otoñal el recuerdo de aquel día también plomizo en la Plaza del Sol, un tumultuoso 31 de enero de 2015. Era la marcha por el cambio. Ese día de enardecida luz plomiza y de vociferante adulación, supo que quería ser Iñigo de Loyola. Podía incluso superar su estertor de principiante y alzar en audacia moderna las artimañas del narciso fundador de los jesuitas.
No todo, sino al contrario, fue fácil en su vida. Su familia no tuvo mas que dinero. Por eso los hijos de la burguesía con mala conciencia lo reconocieron como uno de los suyos. Los azarosos conflictos de clase, se turbaban en el eros y tánatos interiores, el capricho y la adicción, el deseo turbado y la iracundia posesiva.
Es Iñigo el personaje de García Márquez, Santiago Nasar, altivo y tenebrosamente complacido, horas antes de su muerte cuando en su último café en la cocina de la hacienda agarra las muñecas de la joven Victoria Flor y le afronta: “Ya estás en tiempo de desbravar”.
Y son las mujeres atraídas por impulso propio las Antígonas de este contra relato lastimoso. Aparecen sus aullidos solo cuando en los portones de la hacienda del caudillo Iñigo crecen las hierbas como cedros alicaídos, en los patios y las cocheras hay un abandono de tierra amortajada, y las habitaciones desprenden un azul incienso de muerte eterna.
Todo en el final mortuorio de Iñigo lleva el signo de la ignominia. El tiempo roto con sus denuncias casi atemporales; los silencios de sus compañeros de viaje; el aura de superioridad en el patio de armas. Todo borrado por un tornado igual de iracundo cuya violencia no es frescura sino aroma de hierbas viejas. La venganza se cobra al precio de perpetuarse como justicia poética. La cabeza del tirano en la plaza pública enmascara un excedente oculto de otras tantas tiranías posmodernas luchando por cobrarse sus tributos de poder.