¡Vaya con el mes! Con su ajuar y mobiliario, el sol juega a carambolas con sus enredos en las bocas de los transeúntes. Torrefactos ellos pisan las aceras con el atuendo de las ropas lacónicas. El tiempo así parece el cangilón de una noria que eleva sonrisas y brillos, los sube y baja desde la cabeza hasta los pies. En el recorrido hay muslos, caderas y pechos sin nombre que los sustentan. No sabes cómo se llaman quien los lleva, son órganos innominados, fuerzas coincidentes en un cuerpo. Un cuerpo que sale a fumar del interior de un bar. Ocupa la calle junto a otros que miran escaparates o a ellos mismos reflejados en los cristales. Otros sacan sus bebidas. Se paran a hablar algunos. Y todos hacen un tapón que obtura el paso de quien en ese momento los cataloga como broza interpuesta en su deambular.
A quien pasa le gusta los arcenes, los sitios de poca luz, las medallas al revés; la intemperie es un lugar no solo físico, es una geografía de su alma. Es escueto de palabras, solo en ellas, porque viste largamente: vaqueros, una mochila desleída por el tiempo y el aire, zapatos de suela de goma, zapatos de invierno. Estación que ha llegado hasta este mes en el abrigo que lleva quien está empujando a la gente estival para apartarla de su trayectoria. Algunos se le enfrentan -me has tirado la cerveza, cabrón- pero enseguida borra esta revelación que le revienta en la boca, cuando el hombre del abrigo se da la vuelta y le mira. Hay algo ignoto y secreto en sus ojos que echa brotes, como la parte de esos árboles que son desmochados para revelar luego, ahora, en Julio, copas de plátanos y magnolios exuberantes. No obstante la mirada del hombre de otra estación del año o de otro clima viene de algún adentro que hace que la gente se aparte a su paso, y se trague sus empujones junto con el humo del cigarro o la bebida del vaso.
Porque en el hombre comienza a desarrollarse una mirada de planta saliendo de la maceta de una locura. Como el agua que sale de los arroyos turbios por donde pasó, como el trigo que brota por los caminos y parece granos que salen del cutis de los adolescentes. Pisó amapolas y el camino sangró, arrojó piedras a los perros y a las personas que salieron, desbarató amabilidades que le ofrecían dormir bajo techo porque le gustaban los pórticos de las ermitas y echarse debajo de los árboles. Todo esto le había creado esa abertura por donde entrecerrando los ojos, miraba. Sí, como una aguja imantada que gira libremente sin determinar la dirección de ninguna superficie.
Por eso, cuando llegó a este pueblo grande, no sabía que a doce kilómetros estaba la ciudad. Que estos bares, que esta gente que le obturaba un paso sin destino, se multiplicaría en un laberinto repleto de olas de cemento que le trastornarían hasta darse cabezazos con sus muros y con sus habitantes.
Sabe de las lagartijas que siempre hay una grieta donde esconderse y donde salir a algún otro lado. Si alguien lo impide ha aprendido de los perros a mostrar los caninos. Morder si hace falta.