En mi barrio teníamos mucha cultura cinematográfica, esto lo decimos ahora “cultura cinematográfica”, entonces simplemente íbamos al cine. Y es que teníamos el cine Arenal detrás de nuestras casas, delante campas, arenales, pinos dos montes y un lago con fronteras verdes de juncos. Las ranas y los grillos eran la Orquesta Sinfónica de Viena tocando el Arpa Mágica de fondo a nuestros juegos. Nos divertíamos emulando lo que habíamos visto en las películas. Si daban una de romanos, cogíamos las espadas de madera –listones sobrantes de alguna carpintería- y entablábamos batallas donde los perdedores eran los dedos magullados. Éramos pistoleros nada más ver una del Oeste, o imitábamos a Tarzán –Johnny Weissmuller, Lex Barker, Gordon Scott- haciendo el mono subidos a los árboles. Recuerdo que el bruto de Juanjo confundió una rama con uno de los cables eléctricos que atravesaba la copa de un árbol y cayó como un chimpancé abatido por el cazador de un safari. Además, cuando vimos aquella película en la que los elefantes viejos se retiraban a morir al “Cementerio de los elefantes”, y como en nuestra selva no había elefantes, pero si muchas lagartijas, las destrozábamos con los tiragomas y las subíamos a una piedra plana que sobresalía de la pared rocosa del monte. Allí quedaban yacentes hasta que se pudrían con el lustre espantadizo del sol veraniego. También veíamos películas de terror. Estaban las de miedo, que muchas veces nos hacían reír de lo malas que eran y las otras, las del acojono, que no se nos quitaba ni cuando queríamos expulsarlo siendo el terror de las chicas del barrio. De este tipo era “Cuando ruge la marabunta”. Al verla, los del barrio nos reuníamos para cazar saltamontes en los campos de los alrededores de mi casa. Recuerdo que por aquel entonces si dabas una patada sobre la hierba saltaban decenas de ellos. Los metíamos en unos botes de plástico transparente. A veces lográbamos introducir en un mismo recipiente decenas de ellos. En ocasiones Joaquín, -así le llamamos ahora- entonces era “El juaquino”, iba sacándolos de uno en uno y los mataba. Decía fríamente: “voy a matar otro”. Primero les arrancaba las patas, nunca se me olvidara la imagen de los saltamontes retorciéndose de dolor entre sus dedos. Y al final les arrancaba la cabeza. Siempre dejaba la cabeza para lo último. Una de aquellas tardes le pregunté por qué lo hacía. Me miró fijamente y espetó “y si un día se hacen gigantes, van a mi casa y matan a mi madre, ¿qué?”
No puedo evitar seguir emulando, ya sexagenario, y lo de los saltamontes lo he copiado de Vicente Gutiérrez Escudero, un poeta de Santander; aunque juro que nosotros también los descoyuntábamos, solo que en vez de saltamontes lo hacíamos con sapos y ranas.