¡Pégate a la piedra de las calles
oh desertor de la baranda!
Cuando le fui a visitar no le encontraron. La recepcionista del psiquiátrico levantó las cejas y dijo “no está en su sección. Le han ido a buscar”. Luego volvió a mirar abajo, a la pantalla del ordenador. Los guardias de seguridad se hacían el relevo “llevo una hora de retraso” dijo uno “tenía que haber salido a las tres”. El calor era sofocante. Perogrullada de agosto que se pega como una yunta a la somnolencia del momento y somete la espera en la sala.
Trato de oir el rumor del mar que antes me llegaba con soltura mientras subía la cuesta del puerto; pero el mar luminoso ya es una imagen obscura bajo el horizonte de los párpados caídos.
Se oye un timbre al final del pasillo. Una puerta automática se abre. Pasos proyectan un cuerpo. Aparece con libros y un cuaderno bajo el brazo. Es Ignacio Landa Lara, autor de Y me tiré al alba.
Estamos en los meses del virus, pero Ignacio tiene sus propios protocolos. Uno es que lleva los cordones de su deportiva izquierda siempre sueltos. Otro es que me leerá sus nuevos poemas escritos desde la última visita. Abrirá el cuaderno de hojas dobladas y pastas sucias y expondrá al oyente la función de la poesía: decir las cosas necesarias que todos sentimos, olemos, saboreamos, sudamos.
A menudo no entiende su propia letra. Hace una pausa, y continúa como arrastrando los vagones de un tren. Las dice como si tuviera raíles en la lengua. Desplaza la mercancía de las palabras hacia un verso final, concluyente en ocasiones, como si quisiera evitarle una agonía prolongada. Luego mira desde un lugar en lontananza. Lejanía no enteramente declarada, hay una señal en su mirada de aclarar lo obscuro e intrincado.
El calor se ha caído en el mar. Es un líquido coagulable sobre las páginas de su cuaderno, donde navega el borrador de sus poemas. Luego serán, sin aspavientos ni alardes, estampas y vislumbres que combinan el asombro y la minucia.
Y me tiré al alba me deja el regusto de algo propio. La ordenación en capítulos – el muy unamuniano Intrahistoria, el sugerente He dejado de ser Kafka -, la contraportada, las numerosas lecturas, alguna corrección. Por el resultado final ahora mis dedos resbalan al pasar sus páginas de papel satinado.
Estoy ante un libro serio que no eleva la voz. Sencillo en la expresión y complejo en la vivencia. Sus poemas carecen de flores retóricas y exagerados sentimentalismo. La hipérbole es para otros.
He dejado de ser Kafka
no tiene mérito obviamente
pero por otra parte
tampoco seré un oficinista
que se hace insecto
ni un condenado
ni un procesado
puede que tampoco un europeo
pero de esto me alegro
he dejado de ser Kafka
es triste, no me sueño
pero he visto la luna tan entera
y con un asa rota.