El general Pervez Musharraf leyó tiempo después de promulgarse su sentencia de muerte. Mil doscientos catorce kilómetros al suroeste, el viento tórrido de Dubai le trajo el paradógico frescor de una vida desde hace cuarro años a salvo, pero insípida y desagradecida. Cuando los tres jueces del tribunal en Islamabad leyeron el martes 17 de diciembre de 2019 la sentencia capital, Pervez Musharraf llevaba su exilio como parte de una condena que a fín de cuentas había elegido él mismo. Fue un 23 de marzo de 2016, cuando aprovechando un viaje a Dubai para someterse a tratamiento médico, el general decidió no regresar a Pakistán. Había prometido hacerlo, pues pendía sobre él la acusación por el golpe de excepción que promulgó entre el 3 de noviembre y el 15 de diciembre de 2007. Miles de personas fueron encarceladas, entre ellos decenas de jueces. El movimiento político que pretendió cortar el general con su golpe, resistió. Un año más tarde el general Musharraf tuvo que abandonar el poder absoluto que desde 1999 tenía sobre Pakistán.
La sentencia del general Musharraf cayó sobre el país como todas las cosas que le ocurren a Pakistán. Levantó una incómoda sensación en la élite militar. Se discutió en los mentideros de la capital Islamabad. En los círculos liberales se celebró profusamente. Los jueces habían devuelvo un significado metafórico de dignidad orgánica con su sentencia. Era la venganza de la ley representada en la constitución de 2006 frente al poder de la asonada que ha caracterizado Pakistán desde su creación. En la tupida capa social de funcionarios de Islamabad, la sentencia zozobró el bienestar que suponía su inmejorable posición social. En el resto del rocoso y herrumboso país, la obtusa realidad fue de nuevo impermeable a los ecos de las conspiraciones y turbelencias políticas de la lejana capital.
Desde su exilio, un débil Musharraf lanzó un lamento premonitorio: «He servido a Pakistán toda mi vida y estoy siendo juzgado por traición». El lunes 13 de enero de 2020, el Alto Tribunal de Lahore anuló la sentencia a muerte del general. Según este tribunal, la formación del tribunal que condenó a Musharraf no fue aprobada por el gobierno. Ese defecto en apariencia nimio y banal hace a su vez banal la deshonra del general. Quizá este giro inesperado en el ocaso de su vida, haga de Musharraf un personaje digno de entrar en la luteratura de generales con nula tradición en Pakistán.
Parvez Musharraf nació un caluroso 10 de agosto de 1943 en Delhi. Cuando Pakistán surgió de la nada como país en 1947, su familia, de extracción acomodada, se trasladó a Karachi. Entre las muchas paradojas de la vida de Parvez está la de su educación. Para ser un hombre que dirigirá mucho después los designios de un país de confesión musulmana, Parvez estudió hasta cumplir los 16 años en dos colegios católicos. Su destino era adscribirse o bien a la élite política o a la militar. Con 18 años recién cumplidos ingresó en la Academia Militar. Tres años más tarde, el suboficial Parvez Musharraf sería destinado a Cachemira, en la sempiterna guerra que Pakistán e India mantendrían hasta hoy. Con una medalla al valor colgada de su uniforme, el joven Parvez comenzó su imparable ascenso en el ejército.
A los 28 años volvería a participar en la guerra contra India a raíz de la secesión de Bangladesh del Pakistán Oriental. Parvez tardaría veinte años en convertirse en Musharraf el general. Y en 1999 encabezó el golpe militar que destituyó a Nawaz Sharif. Musharraf el general dio paso a parvez el astuto plenipotenciario de Pakistán, al Parvez aguileño que sobrevolaba los cielos de la geoestrategia. Condescendió en ser el aliado de Estados Unidos en su invasión afgana. En la trastienda de su país condescendía con los islamistas, incluído Osama Bin laden. Parvez mantuvo el mismo orden angosto que Pakistán había sufrido casi desde su nacimiento como nación: un poder militar inaudito y un país desquebrajado en estamentos sociales estancos. El ocaso de su poder habría de llegar algún día, mientras una incipiente clase liberal ajena a las élites se organizaba contra todo lo que el general representaba. Entre esa creciente marea se encontraban no pocos jueces y magistrados. El 3 de noviembre de 2007, Musharraf declaró el estado de excepción en el país por las «injerencias judiciales». Con la anulación de la sentencia a muerte, el general Musharraf puede contemplar regresar al fín a Pakistán con su anciana cabeza a salvo.