Hoy, por estas cucarachas que a veces andan por la memoria y la revuelven, me he acordado que el día 5 del mes que viene es el cumpleaños de mi hija. Desde que se fue a L. unas veces me acuerdo y otras no. Por eso la estoy escribiendo ahora. Y para que no me entienda mal. Ya sé que asociamos al insecto con los sitios oscuros, que da asco y que devora toda clase de comestibles, pero a mí me produce la sensación delicada y suave de los buenos recuerdos. Hoy una cucaracha con la pulcritud de su podómetro, que cuenta el número de pasos y la distancia recorrida por la cocina, ha tenido la excelencia de poner una flor en el ojal de la chaqueta de mi pijama.
-¡Eh, tú!, el día 5 es el cumpleaños de Sara- me ha dicho, moldeando las palabras para que queden como hierro forjado.
-¡Eh, ah, vaya es verdad!- titubeo, al mismo tiempo que froto la palma de la mano en la frente.
Luego Dictero sigue su camino. Este no era otro que los huecos que forman la cocina de gas y la nevera.
Lleva mucho tiempo conviviendo conmigo. Dictero es un inquilino de la casa a quien su comportamiento, siempre respetuoso y tranquilo, le hace pasar desapercibido. Solo sale por las noches. Sin que esto signifique que sea un golfo, ya he dicho que es muy considerado y serio.
Las farolas encendidas de la calle alumbran también, aunque con menos intensidad, la cocina. Había puesto la radio muy bajito, el sonido no me impidió escuchar a la cucaracha que había desaparecido por las zonas más sombrías de la sombría cocina. Y, ahora, dentro de mi respiración flotaban aquellas palabras: “Eh, tú, el día 5 es el cumpleaños de Sara”.
-¿En que día cae?- oí a un hálito preguntar.
Estaba solo, así que no podía ser nadie más que yo quien lo dijo. A menudo escuchaba voces como si vinieran de afuera. No me alarmé. La costumbre trae la seguridad de lo que se repite como un bálsamo, impide la angustia.
Hubiera bastado girar la cabeza y ver los números de un gran calendario colgado en la pared de baldosas blancas. Pero la hoja todavía estaba en Febrero y eso significaba que tenía que levantarme para pasarla. Y, mira, no estaba por esas. El resfriado hacía que cualquier movimiento fuera excesivo. Levantarme de la cama para el zumo de naranja ya me había costado. Estornudé.
Dictero salió de detrás del micro-ondas y me recriminó que estuviese levantado.
-Vuelve a la cama, anda- exclamó con la rotundidad de una enfermera. –Ya me ocupo yo de saber qué día de la semana es el 5 – quería ser mandona, sin posibilidad de réplica, pero yo sabía que debajo de ese tono se escondía el esmero y el mimo de alguien que te quiere.
Me levanté de la silla de madera barnizada, llena de gotas blancas de pintura (hace mucho me dio el arrebato de pintar el techo de la cocina) y me tumbé en la cama a la que llegué después de pasar por una salita con tiestos llenos de plantas.
En el movimiento final de taparme hasta la coronilla con la sábana de felpa y el edredón, escuché:
-Y yo no soy tu madre…
Luego todo estuvo oscuro. Soy un asiduo morador de ese domicilio. Por eso me llevo tan bien con Dictero.