Habitualmente, lo primero que hacía el comisario Soulon al entrar en una sala de interrogatorios era ningunear al que sería su adversario, sentarse al otro extremo de la mesa, abrir un expediente y hacer, un buen rato, como que leía.
Esta vez no fue así. Las manos esposadas de Klaus HenryBenoit Matisse le desconcertaron casi tanto como la mirada con la que se cruzaron sus ojos instantes después. Parecía imposible que unos dedos tan finos, delicados, casi frágiles de un hombre de 67 años, hubieran sido capaces de estrangular a un guardia de seguridad del Museo del Louvre. La mirada del hombre era tranquila, esperaba las preguntas con su mejor voluntad. Intuyó que casi no habría que presionarle, pero, sospechaba, entenderle costaría más.
-“¿Se da cuenta de que ha matado a un hombre para robar un cenicero industrial del Museo, que podía haber comprado en cualquier ferretería?”, preguntó el comisario, esperando escuchar la respuesta de un loco.
El otro no dudó, las palabras acudieron sin titubeos, con la claridad de quien busca ser comprendido y absuelto.
– “Si la posibilidad de recibir el amor dependiera de un cenicero, ¿no mataría Usted por él? ¿No se enfrentaría a 30 años de cárcel, a todo un ejército?” El hombre le miraba con una mirada limpia, adulta, apasionada. Esperaba una respuesta. La respuesta de un hombre justo y bueno.
Soulon tenía un gran autocontrol sobre sus reacciones, pero las palabras del reo le aceleraron el pulso – sobre todo por el tono, tan claro e irrebatible, y esa voz sin una sombra de culpa – y sintió que le costaba respirar. No tenía respuesta a esa pregunta. O mejor, sí la tenía, pero era inaceptable. Se levantó de la mesa como un jugador de póker que finge que no ha perdido todas sus fichas y abandonó la sala de interrogatorios dejando el expediente abierto sobre la mesa, con un gesto para que siguiera cualquier otro.
Se puso un abrigo quizás demasiado grueso para un mes de mayo y salió de la comisaría, rumbo al bar. Bebió una copa. Luego otra, él, que hasta entonces presumía de abstemio y de no tomar café. De madrugada, el subcomisario se lo llevó casi inconsciente a casa. Al día siguiente no fue a trabajar, sin recibir amonestación alguna de sus superiores porque Soulon no era de los buenos sino de los muy buenos. Pero su mirada era otra, todos lo notaron. Y no volvió a ser la misma, sus compañeros lo comprueban a diario.
Así fue como el Comisario dejó de fumar. Se sabía que estaba prohibido hacerlo en su despacho y que se irritaba si se hacía en su presencia.Todavía se emborracha a menudo, lentamente, tratando de profundizar en un misterio que se le escapa, y que, para su desgracia, nunca huye. Como no huye de sus sueños Klaus Henry Benoit Matisse, pese a que fuera lo que fuera lo que robó – dejando un cadáver, una viuda y dos huérfanos – terminara en un vertedero destrozado a golpes de maza y no en la sala de pruebas, siguiendo una orden suya que nadie cuestionó.