I.L.A. es un policía en apuros existenciales. Quiere ser perdonado, esperando que todos los que saben de él le pidan perdón. J.L.A. es un policía con mando que dió la orden altiva y equivocada que a la postre tendría como consecuencia la muerte de un joven aficionado al futbol, Iñigo Cabacas Liceranzu, que festejaba junto a miles la victoria de su equipo en Bilbao un 5 de marzo de 2012. I.L.A. perdió muchas cosas esa noche, entre ellas el orden inalterable de su vida. Es normal en un policía cuyos parámetros vitales y funcionales son el orden y la disciplina. Aunque I.L.A. tiene como oficio aplicar el orden y la disciplina a los demás. Es a los demás a quienes responsabiliza de esa pérdida. Pero no a todos los demás, solo a los «enemigos», a los «de siempre» que catalogaran sus superiores, a los alborotadores, a los «radicales» o a sus voceros mediáticos. Contra estos es a por los que ha ido con denuedo I.L.A. Perdiendo el juicio, les ha sometido a juicio a ellos. Y junto a ellos, a la abogada de la familia del joven muerto y a los periodistas que publicaron las órdenes emitidas por él. La vista judicial que se celebró el miércoles 24 de enero en la sala 13 de la audiencia de Bilbao era un salón lleno de trastos rotos: la verdad sobre el homicidio de Iñigo Cabacas Liceranzu, el sollozante ansia de perdón sublimado de I.L.A, la libertad y el deber de unos periodistas. Había más perdedores ausentes. El propio cuerpo de policía vasca y sus escamosos responsables políticos.
La vista oral en la sala número 13 del juzgado de Bibao se convirtió en un diván para el acusador. Su vida había quedado alterada en cierta medida tras la orden que dio a sus subordinados aquella aciaga noche del 5 de marzo de 2012. Pero la espina que se clavó en su lumbar vida no fue tanto esa aciaga orden de cargar contra unos jóvenes congragdos alrededor de una taberna «radical». Fue la de ver publicadas sus propias órdenes. I.L.A. dice a la sala, al juez, a la fiscal, al mundo entero que sintió el mayor de los daños posibles al ver relevado en los medios su identidad. Quisiera recuperar su no identidad. Pero su denuncia, que ha desembocado en esta vista judicial, pone de manifiesto que I.L.A ha perdido su juicio. Denunció a quienes precisamente no revelaron su identidad. Fueron otros medios. Lo que I.L.A denuncia es a los medios que publicaron las órdenes que salían de su boca aquella noche. A los medios «radicales». I.L.A. necesita ver reparado su nombre. Por eso reclamó al periódico Gara y al portal Naiz.info nada menos que 770.000 euros. Si ambos no hubieran publicado la orden que dio esa noche, nada hubiera alterado su disciplinada vida.
Esta es la verdad científica y demostrable. Solo en la pasión del buceo ha podido refugiarse. Solo en la liquidez inmensa del mar donde cada cuerpo por más abultado que esté es insignificante. I.L.A lucha contra la significancia de las decisiones que tomó convertidas en órdenes. Contra la significancia de los hechos, y contra la endeble significancia de la verdad y la de un joven que siempre estarno puede hacer de psiólogaá tendido en el suelo por un pelotazo disparo por un policía que recibiía órdenes.
Como en un antreacto improvisado pero demoledor, la fiscal declaró en la vista que la publicación de las comunicaciones entre el mando I.L.A. y sus subalternos está amparada en el derecho a la información de todo medio de comunicación. Pero ese derecho no es del medio de comunicación, es de todos y cada uno de los i lo que él llamantegrantes de la sociedad. Al medio de comunicación solo, y tan todo, le compete la obligación de garantizar ese derecho.
En los cines de Bilbao se proyecta en estos días la película Los archivos del pentágono. El sustrato de la trama evoca las filtraciones que en mayo de 1971 hicieran los periódicos The New York Times y The Washington Post de documentos secretos que revelaban cómo habían sido tomadas vitales decisiones políticas para la invasión y posterior guerra en Vietnam. El gobierno de Richard Nixon emprendió una lucha sin cuartel para evitar su publicación. Y el país asistió a la colisión de la razón de Estado frente al derecho a informar. El pequeño País Vasco asiste a sus particulares papeles del Pentágono, si por Pentágono consideramos al gobierno vasco, sus políticos al mando y a los consejeros de Interior, la policía vasca y su extensa red de mandos hasta acabar en el suboficial I.L.A.
La jueza que habrá de resolver la demanda de I.L.A. contra la abogada y los periodistas no puede hacer de psicóloga. Aunque la sala número 13 terminó con un silencio de pabellón forense. Tampoco podrá la jueza hacer un tunel en el tiempo en el que I.L.A. pudiera vivir en lo que él considera que es un inocente anonimato. En el tiempo de hoy, del ahora, los policías no son parte ya de aquella realidad en la sombra. Ahora han de responder ante la viscosa luz escrutadora. Y es justo que rechacen esa injusticia. Pero esa luz también se deja sombras. En ellas están los que daban las órdenes a quienes daban órdenes. Nadie ha hablado de los políticos y los altos mandos designados por aquellos. Ellos, a diferencia de I.L.A, sí pueden gozar de una aún total ausencia de responsabilidad. Pueden bucear en ella. Casi viven en ella. ¿Cuánto vale la indemnización de sus órdenes explícitas o implícitas? ¿Es a ellos a quienes hubiera tenido que reclamar I.L.A? Demasiadas dudas de diván para una prensa amenazada de grilletes y un homicidio sin resolver ni reparar.