Con hálito vitriolo, el antiguo aunque sempiterno patriarca del Estado Felipe González expulsa de su boca palabras plúmbeas, filamentos de negro macabro. Sin pretenderlo, pero de tanto leer las cavidades oscuras de los personajes de su admirado y cercano García Márquez, el patriarca González se fascina de su mérito inaudito: ha cristalizado su discurso en cuarzo de cristal donde se observa como personaje, aunque deformado, irremediablemente satisfecho de ganar con las mismas artes de la sevicia de Estado horas al juicio de la historia.
Profetizando estos últimos días el fin del Estado, en fatuo peligro por las cesiones del débil gobierno a los nacionalistas periféricos, Felipe González exabrupta el vuelo del gallináceo patriotismo. De su acerada garganta emigra la palabra Constitución más como un error calculado, como un esclavo recién liberto y magullado. Los muros de esa Constitución a la que en su ensoñación hace referencia el patriarca González Márquez no son los contrafuertes de la justicia frente a la fuerza, sino los de la razón del Estado, que él encarnaba, frente al Estado de derecho.
Es esa fuerza incólume del Estado frente a todo derecho lo que el perspicaz y hoy tembloroso González ve en peligro. Es el Estado, su versallesca y caribeña oprobidad y contundencia lo que peligra. Y no faltan en estos días luchas entre el patriarca actual del Estado, el presidente Sánchez, y los virreyes de las nacionalidades en la pugna por ejercer el poder de expulsar excedentes de emigrantes, y en ensanchar el poder de los cuerpos policiales y sus extremidades en cada taifa ibérica.
Este año de 2024 se conmemora la publicación en 1989 del libro Amedo: el Estado contra ETA, de Ricardo Arques y Melchor Miralles, publicado por Cambio 16 y Plaza y Janés. Fue la primera gran investigación sobre el GAL y el terrorismo de Estado cuando Felipe González Márquez estaba al frente del gobierno en España. Esta edición contaba con dos importantísimas aportaciones: un prólogo del filósofo José Luís López Aranguren y un epílogo de Rafael Sánchez Ferlosio. En ambos se reflexionaba sobre la razón de Estado.
Recurriendo a Carl Schmitt y su libro La Dictadura, Ferlosio destaca que el Estado moderno «ha nacido históricamente de una técnica política. Con él comienza, como un reflejo teorético suyo, la teoría de la razón de Estado, es decir, una máxima sociológica-política que se levanta por encima de la oposición de derecho (…) proceso que va echando más leña al fuego del principio de eficacia, erosionando paso a paso el sagrado formalismo que es el alma y la médula vital de lo que se ha venido en designar como Estado de derecho». Y el peligro subyacente de toda democracia y todo gobierno es monumental: «los rasgos de Estado de derecho que se atribuyen a las democracias terminan en el punto preciso en que entra en juego la discrecionalidad policiaca y la contraposición usual entre dictadura y democracia».
Fue así como bajo la égida de Felipe González y sus ministros de Interior, la urdimbre violenta y alegal del Estado se convirtió en una rocosa dictadura de iure bajo la pretendida excusa de la lucha contra el terrorismo ajeno al del propio Estado. En sus entretelas, el ex ministro José Barrionuevo, ya cumplida su exigua condena por asesinatos tiempo después, llegó a ufanarse de haber ordenado a los sicarios del GAL que no mataran a un ciudadano secuestrado al que confundieron con un etarra.
Es en estas tenebrosas almenas adobadas con el moho del crimen de Estado, desde donde el patriarca Felipe González susurra lamentaciones prosaicas. El Estado no está en peligro, pese a sus espavientos. Jamás el Estado gozó de un autoritarismo tan deseado por derechas e izquierdas, nacionalistas de toda ralea y geografías, liberales y doctores políticos, élites académicas y esas clases medias cada vez más medias. España elevó la policía al podium colectivo como medio de salir de la pandemia. El gobierno y las tribus ideológicas que lo sostienen dieron por bueno el decreto, los toques de queda y el estado de excepción. El derecho y el saber quedaron en prisión preventiva. La policía pedía la delación entre ciudadanos y España dobló las multas – que luego fueron declaradas ilegales – que las policías de toda Europa pusieron en la pandemia. Pero para el patriarca González Márquez, la mañosa amnistía otorgada por un superviviente tahurístico como él a los políticos catalanes es el signo de la decadencia intolerable del poder del Estado. Y en realidad este arpegio táctico, oportunista, instrumental, no es más que la confirmación de la fortaleza del Estado. Como cuando mientras los cadáveres del GAL hacían buen número, el silencio de tirios y troyanos, era una omertá de la que a cambio, el patriarca que ahora aspavienta ofreció a los nacionalistas concesiones políticas y contantes.
Ese silencio fue roto tan solo por un puñado de periodistas. El primero de ellos, Ricardo Arques, impulsor del imprescindible libro Amedo: el estado contra ETA, en la primera edición que publicaron en 1989 Cambio 16 y Plaza Janés. A partir del trabajo de Arques y Melchor Miralles, jueces, fiscales, intelectuales, políticos y funcionarios se vieron obligados a no poder mirar hacia otro lado.
Partiendo del rastro dejado por el subcomisario José Amedo Fouce, el periodista Arques va siguiendo los primeros asesinatos que se cometen contra refugiados vascos en el País vasco francés, algunos cercanos a ETA y otros no, que comete la organización terrorista GAL. Arques encuentra a los mercenarios que contrata Amedo en Portugal y dibuja la cadena de mando del subcomisario. Desde sus superiores inmediatos en la comisaría de Bilbao, Antonio Rosino, Miguel Planchuelo y Francisco Álvarez; Jesús Martínez Torres, al frente de la Comisaría General de Información; Manuel Ballesteros al frente del Mando Único de la Lucha Antiterrorista; José María Rodríguez Colorado, director general de la policía; Julián Sancristóbal, director de la seguridad del Estado; Rafael Vera, sucesor de Sancristóbal; José Barrionuevo, ministro del Interior.
José Amedo Fouce, el hombre del Estado – uno de ellos, porque se verá que estaban también implicados guardia civiles – ejemplifica la delincuencia del hampa. Tras seleccionar mercenarios, los delataba a un comisario francés para quedarse con las suculentas recompensas que salían de los fondos reservados. Allegados a mercenarios detenidos por su culpa, decidieron vengarse de Amedo y convertirse en la fuente secreta – apodada Pedro – que ayudaría a Ricardo Arques, ya con Melchor Miralles como compañero de la investigación a encontrar el zulo de los GAL con información valiosa, armamento utilizado en asesinatos y documentación que demostraba la implicación también de la policía francesa en los crímenes del GAL.
Aunque la investigación de Arques y Miralles contenga imprecisiones – por ejemplo atribuyen a Amedo el secuestro de los jóvenes vascos Lasa y Zabala posteriormente asesinados, en realidad secuestrados bajo las órdenes del general Rodríguez Galindo por guardias civiles destinados en el cuartel de Intxaurrondo -, Amedo: el Estado contra ETA vislumbra una de las columnas vertebrales del terrorismo de Estado partiendo de pequeñas vértebras y minúsculos indicios. Por eso el lenguaraz derrame verbal de Felipe González, el presidente no condenado por los crímenes bajo su mandato, reivindica la razón de Estado.
Amedo: el Estado contra ETA. Ricardo Arques y Melchor Miralles. Cambio 16 y Plaza Janés, 1989. 818 páginas.