El señor presidente de la nación apareció con corbata de luto, escondida en lunares y violeta, aunque la tela azul mar abierto de la chaqueta y el pantalón con la blancura inmaculada de su camisa no disipaban del todo el aire azul fúnebre ni la cadencia agónica de sus palabras. El descalabro electoral de esa noche aciaga solo se refugiaba en preguntas trémulas, maullantes como gatos arrinconados: ¿hubiera podido el druida presidencial de las oscuras estrategias y las encuestas inventar un lenguaje en el que el signo fuera idéntico al objeto? La luz azul se le ha pasado a esa noche. Ya no dan las fuerzas para el tambor de las nuevas noticias que han trompeteado los aires de los confines del país: los súbditos de la república peninsular gozarán según sus edades y menesteres de más moneda propia por gracia del supremo Estado. En un regocijo festivo de pirotecnias nocturnas, el país vivió una fiesta continua de tres semanas con sus días y noches. Desde los balcones presidenciales hasta las fondas donde paraban los autobuses de línea exhaustos; desde los pasillos ministeriales, los vericuetos del Banco nacional, hasta los cafetines y terrazas donde se arremolinaban los practicantes de la libertad en la capital, pasando por las resecas orillas de las alcantarillas en el poblado chabolista más castizo pero sentidamente patrio. Todo, hasta el aire cenizo, tenía una mácula de victoria. La nación celebraba antes de la luctuosa noche los préstamos prometidos, los sueldos engordados, las pensiones de pan y leche convertidas en inolvidables visitas a las bisuterías olvidadas. Las comunidades de propietarios, gozosos ante una lluvia de millones otorgados para la reforma de viviendas, gracias a la pericia presidencial, no exenta de patria picardía de robar con gracejo unos miles de esquirlosos millones a los siempre serios y distraídos alemanes.
Pero esa del 28 de mayo bien pudiera ser la nueva noche de difuntos nacional. Sobre las cunetas de la imaginación, qué Goya hubiera podido arrejuntar los colores más fatuos de ese fusilamiento de la soberbia.
Hay un pliego de descargos que los fatuos perdedores quieren seguir enmendando a palos. Hace tiempo que sus ideas se colaron por los urinarios reales y en los reconfortantes ministerios. Que el país no es su Estado es sabido, pero aún más en la sabiduría popular, que el Estado quiere hacer el país a su chanza y semejanza. El despotismo ilustrado vuelve a las galeras de su exilio. Y da paso a otras caenas, que son las de siempre. Autoridad y sentimiento, en vez de conocimiento y experiencia: impulso y gratificación como si en la vida solo hubiera un intercambio nominal de rentas y ventajas. Si el país va a parir criaturas capaces de rentabilizar capitales, pero no albergar poetas como García Lorca o Claudio Rodríguez. Si en cada escuela, una maestra con cofia posmoderna se pone como fin vital formar a los cuadros de mando del futuro mundo nacional contante y contabilizado.
Si en las brasas aéreas de las pocas factorías y muchos despachos de servicios hay un bombardeo que deja decenas de miles de damnificados en las horas póstumas de tarde, refugiándose en un hogar harto inseguro de estas y otras violencias. Si alguien llorara porque desaparece una revista de libros o de poesía. O si votara para que alguna naciera. O se pusiera el objetivo vital de enviar un poema.
Pero el presidente, con su corbata negra, con la noche guillotinada en el gaznate de su esencia, no fue a escribir un poema, ni a suscribirse a una revista ni a reflexionar del responso de alguna. Tenía su razón para soslayar esas heteronimias a sus ojos, únicamente estéticas, como a la de sus adversarios. Esa razón superior es la razón cartesiana del Estado. La que muere lentamente y busca nuevos regeneradores. Mientras muere todo lo demás.