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El soldado prófugo (American soldier on the run)

Elsa Volga 17 junio, 2016     No Comment    

 

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Visitar EEUU era una tarea pendiente desde 2005 cuando realicé una tournée por diversas universidades del oeste.  Este país de países tenía en aquel año una agigantada herida moral en la que se vertía la sal de una crisis industrial y una guerra que perturbaba la mente, la salud y la vida diaria de la gente. Los años del sueño Obama han pasado. Hace dos años conocí por Internet a Helena, madre norteamericana de un militar desplazado largo tiempo en Afganistán. Su hijo pertenece a un colectivo minoritario y silenciado de militares y veteranos pero cada vez más extenso que denuncia asesinatos cometidos por las unidades de élite y el ejército, así como pone en solfa  la errática política de la administración Obama: “matamos cada día a las personas equivocadas”. El gobierno trata de acallarlos; algunos fueron ingresados en psiquiátricos. Son los patriotas que han pasado a la clandestinidad en su propio país. Era el momento para mí de volver a los Estados Unidos.

Mientras conduzco y salgo por la autopista para entrar en la intersección sudeste de Minnesota, por la radio dos comentaristas discuten, sus voces tienen la quiebra de los muchos años: hablan de los candidatos para la presidencia del país que calculo tienen su misma edad;  dos hombres de la américa de más de 60 años. El barrio al sur de Minnesota donde reside desde hace años Helena  pertenece al angosto ambiente de una nación exhausta, a su inevitable dialéctica entre un sueño viejo y uno nuevo, ya caducado. La carretera que serpentea la urbanización grietada, los jardines abandonados. Helena me espera, me dijo, en la casa que sin dificultad reconoceré: un extenso porche rojo desconchado y roído junto a un gran abedul. Este barrio de película ha abandonado su tiempo de esplendor; reina un abandono como de anciano; casas familiares con su jardín y garaje bajo que en otros tiempos brillaban con sus inquilinos y amigos en fiestas, ahora muestran carcomidas sus persianas, sus vigas desdentadas con roídos carteles de “For Sale”. Y la pesadilla para muchos de los propietarios acuciados de dinero es que nada consigue venderse. El mercado inmobiliario es otro sueño que ya no goza del colchón hendido del gobierno. Helena ha hecho de su casona un bosque de plantas de macetas por doquier, y en el jardín junto al enorme abedul donde antes hondeaba una gran bandera, un sofá de mimbre descorchado. Buscar la casa de Helena es para mí ir en busca del sueño americano que se ha vuelto a tornar en pesadilla. En la radio los dos congresistas discuten de los disturbios en multitud de suburbios. Pero yo me dirijo al suburbio del ánimo de Helena: su hijo, desaparecido, se ofreció a ser el último soldado muerto en Afganistán. El ejército le busca, el gobierno le busca. Yo también le busco

– No te voy a decir a dónde ha huido. Está en la verdadera América, donde prevalecen los derechos de los americanos que estuvieron a punto de morir.

Me dice Helena. Sus ojos verdes diamante no me escrutan, me sostienen inquiriéndome ser fuerte yo también. Helena pudiera ser con su tez harinosa y tersa, su cabello blanco y largo, una dúctil abuela dedicada a sus plantas y mal sobrevivir a fin de mes. Era una más de las millones que componen esa América tranquila, silenciosa.  Hija de una comerciante y un erudito profesor oriundos de Maine, heredó de sus padres el carácter emprendedor y determinante que impregna su nombre. Rememora, y ahora lo piensa con más determinación que nunca, que nació en un año, 1939, en el que “América ya estaba inmersa en la espiral de la que nunca ha salido hasta nuestros días”. Hay un reproche en esta aseveración, hacia ella misma creo, porque su único hijo una vez se enroló en el ejército con su visto bueno, con su apoyo decidido. “no solo le hubiera gustado a su padre. Yo creí que tras el 11-S se libraba una guerra de todos contra el terror que nosotros vivíamos. Lo sigo creyendo. Pero de otra manera”.

Helena se casó con el que sería el encargado de una empresa de muebles que ella montó en Minnesota hace 32 años. Al poco de nacer su hijo Alfred H. Jr., Helena se quedó viuda. El negocio comenzó a declinar antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. A Helena cada vez más clientes, y especialmente de clase establecida, como los que son ahora sus vecinos, dejaron de pagarle. Su negocio la convirtió en una socióloga a pie de calle conocedora de la clase media con mejor criterio que todos los expertos que se lanzaron a las teorías una vez estallada la crisis.” La mitad de los chalets de esta barriada me dejaron a débito los muebles. Han desaparecido, y los muebles se pudren en el interior de las casas. No se han molestado ni siquiera de ponerlas a la venta. No vale la pena”.

Sentadas en el sofá con una infusión de arándanos, me fijo en una moderna furgoneta con los cristales tintados aparcada al otro lado de la acera.

– Son el FBI. Antes estaban todo el día, hasta desaparecer Alfred. Ahora aparecen sólo cuando hay alguien que viene a visitarme.

Alfred cogió su fusil por primera vez en diciembre de 2013. Seis meses de misión. Regimiento de infantería 401, 2ª brigada de combate .Alfred, recuerda Helena, regresó con un carácter cetrino, dubitativo, como si los 30 años recién cumplidos con los que marchó a Afganistán hubieran sufrido un repentino retroceso.

– Creí que sus constantes objeciones se debían al estrés que había vivido allí. Luego percibí que se trataba más bien de una actitud. Hasta que un día, aquí en este mismo porche, me dijo: “hay muy poca verdad en lo que nos cuentan, Mamá, hay muy poca verdad en lo que hacemos”.

Indagar en aquellas enigmáticas palabras sin querer penetrar en lo que temía era una crisis en su hijo, se convirtió en una obsesión para Helena. Intuyó con acierto que la experiencia de Alfred y el juicio que él mismo hacía de ella y la responsabilidad que conllevaba.

Helena no es una madre coraje. Su radicalidad es a posteriori. Se dirige contra las mentiras del gobierno y en cómo éste ha extendido su responsabilidad en actos reprensibles a miles de patriotas que fueron a la guerra con la mejor de las intenciones. Y si Helena nunca quiso hurgar en la herida de su hijo, yo si tengo que rastrillar su conciencia con el a priori. ¿No sabía ella, su hijo, los miles de soldados, los millones de norteamericanos lo que es invadir un país, que el objetivo era eliminar enemigos, que todas las guerras llevan en su cara oculta crímenes en masa?

– Los ideales y nuestra seguridad como pueblo están por encima de esas preguntas. Dejaríamos de existir si nos las formuláramos.

Y mantiene un larguísimo silencio para que ahí pueda quizá caber el reproche a sí misma, a su hijo, a sus vecinos que hondeaban banderitas con la noticia del envío de soldados y ahora ya no, a su presidente, ahora ya no.

Helena sintió un alivio inmenso el día que Alfred le dijo que iba a volver a Afganistán. Fue como un viento que arrastró las oscuras nubes de la sospecha que se habían instalado en ella. Pero vendrían y cargadas de mucha más negritud. Alfred cogió su fusil por segunda vez en octubre de 2014. A su regreso en abril de 2015 se desataría la tormenta venida de Afganistán. Al de unos días le relató cómo los comandos especiales realizaban incursiones en los que se eliminaba a poblados enteros de míseros pastores. Él mismo había participado en una operación de asalto una noche. La información es con frecuencia falsa, proveniente de confidentes que quieren saldar cuentas y deudas con vecinos o deudores. Los que “mueven el cotarro” prefieren matar a cualquier talibán, aunque no sea en modo alguno yihadista: “un afgano muerto, un terrorista menos”. Las operaciones se habían recrudecido por orden presidencial. No iba a estar callado. No podía convertirse en cómplice. La guerra instaló una trinchera en la conciencia de Helena.

La disidencia

Barack Obama decidió incrementar las tropas en Afganistán en 2009. A las pocas semanas de tomar posesión, firmaba el envío de 17.000 soldados. La decisión no contó con el consenso más que del asesor de seguridad nacional James Jones,  general retirado de la fuerza de los marines. En marzo de ese año, Obama reunió en la Casa Blanca a varios líderes del Congreso. Les preguntó sobre su plan de implementar masivamente el número de tropas en la “correcta guerra” afgana de cara a fijar a Pakistán. Solo dos voces discreparon, el congresista demócrata por Wisconsin David Obey y el vicepresidente Joe Biden. Ambos dudaron del coste doméstico que tendría afganistar la guerra contra el terror. En 10 años, el plan de Obama se llevaría un billón de dólares, la misma cuantía que todo el programa de reforma sanitaria. Tres años después de su primer gran envío de soldados a Afganistán, EEUU había destinado 1.300 billones de dólares a la guerra. Solo Afganistán supone un gasto al año de 120.000 millones, la sexta parte del PIB norteamericano.

Desde entonces 2009 la administración Obama redobló sus esfuerzos por evitar las filtraciones y construir un relato de progreso en la guerra. Y ello conllevaba el control de la disidencia en el seno del país. Quien mejor ha expuesto la propaganda y las maniobras de la Casa Blanca ha sido el periodista Seymour Hersh. Su último libro, The Killing of Osama bin Laden, es el compendio de las mentiras en torno no sólo a la muerte de bin Laden, sino toda la campaña de guerra norteamericana en Afganistán, Siria, Libia e Irak.

La mayoría de las fuentes de Seymour Hersh son militares y miembros del organigrama de la administración. Hay una guerra interna dentro del orden que se libra en los estamentos militar, burocrático y representativo. El hijo de Helena es el escalafón más bajo de la disidencia en el estamento militar. Su voz es el eco sordo de los 2.381 soldados norteamericanos muertos en Afganistán.

Cae la tarde y entre las oscuras ramas del gran abedul se cuelan frías ráfagas de viento. En el saloncito de la casa, Helena escribe en un papel: “puede que tenga noticias de Alfred”  haciéndome un gesto de silencio. Comprendo por qué hemos estado hablando tanto tiempo en el jardín. Helena rompe en pedacitos el papel. Hay fotografías en una mesita junto al ventanal: Obama visitando la unidad de Harold

Al coger el coche, me percato de que la furgoneta de cristales tintados ya no está.  De vuelta al motel, miro por el retrovisor constantemente. Nada de llamadas al llegar al motel. Con mi editor había convenido mensajes de alerta. La palabra sol significaría todo según lo previsto, la palabra luna, problemas. Tecleo “hoy ha sido un día productivo, de mucho sol. Saludos.”

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 Clandestino

Bajo una mañana de luz limón llevo a Helena al centro de terapia para familiares de militares en el centro de la ciudad. “llevamos cola”, me dice, explicándome que un Ford marrón nos sigue con prudencia desde que nos incorporamos a la autopista que circunda la ciudad. Es entonces cuando caigo en la cuenta de lo que entre todos nos estamos jugando: quizá que la crueldad más abyecta es una realidad; que ponerla ante los ojos del bien pensante y auto complacido pueblo americano es la peor de las noticias. Que el desvelar es peor que la peor afrenta que puede hacérsele no al estado, sino a la nación. Es tolerable que la haga un político demagogo o uno incluso honesto: tiene una credibilidad susceptible. Es intolerable que la haga el soldado  a cuyos ojos de la nación entera  es el héroe que entrega su propia vida por el bien de los demás. Trato de explicar mi visión a Helena.

– Por eso atacan la credibilidad de los soldados recurriendo a la falta de estabilidad siquiátrica. Desde el inicio de la guerra de Afganistán muchos se han suicidado. Otros están internados. Y quien más o menos tiene secuelas físicas para siempre.

La asociación para familiares de militares ocupa el primer piso de un edificio de oficinas en la calle Burton. Es un grupo de madres, padres y familiares que de toda la comarca se agrupan con la ayuda de psicólogos y terapeutas cada dos martes. No reciben ninguna ayuda del gobierno federal. Es una oficina forense del dolor y su terapia.  Algunos familiares han perdido a sus hijos, otros sobrellevan las secuelas  del llamado “síndrome del veterano”, y con ellos Helena que tiene a su hijo huido sin orden de captura pero buscado. La mayoría son familias negras, alguna mexicana, solo una persona blanca. El duelo, el abandono, el dolor; no hay ninguna familia afgana y cuando pregunto en un receso por la posibilidad, me miran extrañados sinceramente de mi pregunta.

La terapia ha hecho a estas familias conscientes de un dolor que se ha convertido en causa común. Y en Alfred tienen todos ellos un signo, una posibilidad, de revertirlo, o darle un sentido con cierta coherencia. Es la coherencia del soldado lo que creo que se debate en la figura de Harold. En el grupo hay amigos de militares. Ellos no cogieron el fusil o intentaron convencer a los suyos de no hacerlo. Lo que Harold contó tras venir de sus dos estancias en Afganistán les ha convertido  en activistas dentro de la asociación.

Harold elaboró un pequeño manuscrito en su primer regreso. Era un inventario breve de serios errores que no solo había experimentado en su unidad a las órdenes de superiores, también de otras destinadas en otras zonas de Afganistán. El relato, aunque muy breve, dibujaba un panorama global: operaciones, fechas, lugares, víctimas. Alfred, de apenas 30 años, ¿volvió a la guerra para enmendar esos “errores” que él sospechaba eran algo más? Con su madre habló poco de lo que sabía, salvo el premonitorio diagnóstico del desastre en Afganistán. Con sus amigos y compañeros ideó un plan. Y en su segundo regreso lo puso en marcha.

– Alfred no es un héroe. Piensa como un héroe para comportarse como una persona simplemente decente.

Es William, un amigo de Alfred, quien me aborda en los lavabos del centro de familiares. Lo sé, le respondo, por eso estoy aquí.

– Te pasaré uno de los memorandos de Harold. Hay muchos y repartidos por todo el país. Hay una guerra externa. Pero la gran guerra la libramos en nuestro país. Estás siendo vigilada. Te haremos llegar el memorando.

La información venía de Bagram. Es la cárcel secreta aún más tenebrosa que la de Guantánamo. Se trataba de cercar un poblado situado en un collado en el valle donde estaba destinada su unidad. Harold relata que los drones iban a hacer el trabajo sucio y ellos entrarían para supervisar después. «En el infierno en el que habían quedado reducidas las casuchas solo había mujeres, decenas. Sus cuerpos carbonizados. En el cobertizo del ganado, no había ganado, sino niños. Se tapó la operación como el campamento talibán abandonado por los insurgentes. La matanza del 2009 en Granai que dejó 145 civiles abatidos. Cada semana había una operación de este tipo. En otros destacamentos ocurre lo mismo. La orden ejecutiva es la de hacer de cualquier poblado tierra quemada. Desde el alto mando se encubre estos hechos. Los mandos dicen que sirve para poner en tensión la actitud colaboradora de Pakistán».

«Estamos matando a la gente equivocada en lugares equivocados. En vez de conectar con los talibanes proclives a una presencia americana de asesoramiento, se elaboran operaciones para eliminar a esos sectores».

Alfred enumera operaciones en código. Son casi 200. Desde 2013 hasta enero de 2016. ¿El bombardeo al hospital de Kinduz está ahí? No figura. También cita “incursiones encubiertas”: operaciones que llevan a cabo a mercenarios que incurren en poblados donde con mala información se sospecha campan las huestes yihadistas.

«Se alienta una guerra civil que no va a cesar. Se ha dado poder a unos señores de la guerra que defienden los intereses de sus clanes y se vengan de los rivales justificándolo ante EEUU de cualquier manera. Los alentadores de este caos que ha costado la vida a  2.500 americanos están en el alto mando, el departamento de estado, el pentágono y el gobierno. Se hizo con su aprobación».

Tengo los documentos. Han llegado a mi correo. Alcanzo a comprender que toda esta información ha sido recopilada por diferentes  personas e diferentes puestos de responsabilidad. El gobierno, el FBI, el ejército ha puesto en marcha a sus fontaneros para detectar el origen de las fisuras en sus más recónditos sumideros. Los filtradores, como el oficial Manning, son prófugos sin condena pero con una misión.

Huracán Sanders venido de los cielos

 Al preparar mi viaje a EEUU y el encuentro con Helena y su hijo, mi editor me entregó un día The year of The People, de Eugene McCarthy. Es el conciso relato de la experiencia del senador Eugene McCarthy, que optó a las primarias demócratas en noviembre de 1967 ofreciendo una retirada de Vietnam y una nueva política. Buen aparte de la radicalidad estudiantil, de la juventud de clase media e incluso obreros y liberales vieron en McCarthy la esperanza de regenerar el sistema de las mentiras gubernamentales y la corrupción. El fenómeno McCarthy se topó con el fenómeno Bobby Kennedy. Desde 1965, año del inicio de la “escalada” hasta ese año de 1968, el presidente Johnson, demócrata como Obama, había pedido al congreso para la guerra en Vietnam 23.600 millones de dólares.

Bernie Sanders recuerda sobremanera a Eugene McCarthy. Asentado en la ultra minoritaria ala socialista del partido demócrata, este sexagenario ha irrumpido en la campaña de las primarias dirigiendo  un mensaje a las clases medias como Helena que lo están perdiendo casi todo. Sanders habla del robo de las grandes corporaciones a la mayoría de la gente. Un regreso a una nueva política que busque más la verdad y no el encubrimiento. Helena le ha prestado atención. ¿Ve en él la reconciliación de su hijo con el estado?

Sanders pierde fuelle, según oigo en tv y veo periódicos de los recuentos en los caucus en los diferentes estados.  Parece que su inesperada irrupción es la caída final en la historia del primer presidente negro de EEUU y su retórica opaca y encubiertamente belicosa; también que Hillary Clinton quedará como la candidata demócrata. Es la secretaria de estado de Obama durante los últimos años. ¿Está esperando el hijo de Helena a que sea la candidata y enfrentarla a los soldados que cayeron en Afganistán? ¿Alguien hablará por los cera de millón largo de muertos que han dejado las invasiones de Irak, Afganistán y Libia? Un país con sus venas abiertas. Helen y su hijo Alfred quieren evitar que los puñales sean empuñados por nuevos Calígulas sonrientes.

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Autor: Elsa Volga

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