Decía Theodor Adorno que los enemigos jurados de las instituciones exigen que se institucionalice esto o aquello. Las elecciones en España confirman esta paradoja. Y la elevan sobre las mesetas y las cumbres de la península, sobre las capas tectónicas y lacónicas del avispero que hoy es España. Jamás hubo en España mayor institucionalización como hoy. Del pensamiento, de la alternativa, incluso de los más abolengos valores nacionales.
El show televisivo de los candidatos vino a ser un fruto abierto de pulpa añeja. Cuando la sumisión está tan arraigada, usa la forma de la rebelión para afirmar su renuncia. El candidato de la rebelión ofrecía al de la tediosa continuidad gobernante un apoyo de estabilidad compartida. Los candidatos de la tediosa españolidad rezumante competían en fragancias y castigos sumarios a los traidores a la patria desde principios del siglo pasado. Pero por un azar del tiempo y el espacio concreto, todos eran la gestión marionetera de la total crisis.
España vive un espasmo moderno. La ciclogénesis de la realidad embriaga a sus víctimas en un pesimismo vestido de realidad. Al menos una vez al día los nuevos sufrientes de la clase media que trabaja en pareja cien horas semanales, piensa que habría que desalambrar. Al menos una vez al día sufrientes partícipes de cuello blanco maldicen su deterioro. Se trata de una conciencia pusilánime, pero crecientemente definida. A cada cual se le administra la vida en función de una productividad cada vez menos correspondiente con su extenuante esfuerzo, como si el sistema de reciprocidad estuviera con permanente diálisis. El común de la gente le roba horas al día produciendo, sobrevive a la ley herrumbrosa de los mercados, descansa consumiendo productos de ocio o políticos de temporada.
España se levanta absorta en un espejismo de progreso que como un sol crepitante ilumina de colores tenues cada rincón de la geografía. España se levanta con lo que queda del progreso del día anterior. Millones de camareros, asistentes, jubilados, transportistas levantan la persiana del país. Millones de obreros industriales, autónomos hacen cola en las oficinas de empleo. Cientos de millares de funcionarios, académicos, policías y formadores de opinión mantienen la corrección del pensamiento. Banqueros y un puñado de miles de miembros de las élites madrugan antes que nadie organizando que la cadena de producción vital cambie de modo organizado a los tiempos del progreso en el que el común de la gente cree como en el sol y la luna que se ponen todos los días.
Los ritmos cambiantes de ese abrupto progreso requieren también ciclos de renovación. La democracia en España vivió por tanto la irrupción de partidos renovadores hace cinco años escasos. No fueron alternativas sino piezas de recambio para un engranaje con sus bielas y dientes de sierra rotos o constreñidos.
Un diagnóstico lúcido que pocos tendrán la oportunidad de percibir lo dio hace ocho, 8, años el colectivo Cul de Sac en su agudo análisis sobre el 15M español y que se condenso en el librito 15M. Obedecer bajo la forma de la rebelón:
“los límites al desarrollo de nuestro modo de vida siguen sin plantearse abiertamente, entretenidos como estamos en el juego de escaños que ahora se escenifica con una abierta obscenidad y una sobreinterpretación bochornosa. Y el caso es que aquellos límites en muchos casos ya han sido rebasados, lo que ha supuesto la destrucción de condiciones de vida muy difícilmente recuperables en el curso de varias generaciones. Las raíces de la degradación social son profundas, y ninguna revolución política (sea reformista, populista de izquierdas, neoliberal, socialdemócrata o cualquier otra) está en condiciones siquiera de entenderlas mientras no se desembarace del mito del progreso y el desarrollo económico. Los argumentos son conocidos, los hechos están a la vista de todos, pero bajo determinadas condiciones señalar lo evidente se convierte en la tarea más importante”.