
Los pilares institucionales en España se tambalean. Están sostenidos por piedra en sillería erosionada no solo por el tiempo, sino por la inclemencia de la modernidad que castiga los materiales poco flexibles. En la antesala de la tercera ola de una pandemia de la que la sociedad aún poco sabe, la monarquía, el gobierno, la clase política, y las élites económicas se sobresaltan a causa de su propia involución moral.
En el otro costado del país la vida cotidiana sufre las dentelladas de la supervivencia. Los jubilados aún pelean por las pensiones dignas – el 55% de las pensiones en España están por debajo del salario mínimo –. Las medias clases se están viendo azotadas por una precarización de la vida en general y de la económica en particular. Miles de personas sortean una muerte casi segura para llegar, paradójicamente, a España cruzando el estrecho. La maltrecha unidad nacional sigue cuestionada por un creciente deseo en Catalunya de impulsar una nación que establezca con España una relación similar a la de Irlanda con Gran Bretaña. Millones de jóvenes españoles asumen que el sistema de trabajo por cuenta ajena jamás les integrará en su cada más esquelética estructura. El mito del español hecho a sí mismo en la vida, si alguna vez existió, hoy descansa en el tanatorio nacional.
En medio de esta más que colosal crisis existencial, o a consecuencia de ella, ninguna de las postillas se cierra, ni con el lastimero y machadiano ungüento del bienpensante divagar burgués de izquierdas, ni con el trompetero exaltamiento nacionalista salido de la pérdida de colonias que aspira a pasar por las armas y grilletes a los malos españoles.
En España hay dos millones ochocientos mil funcionarios, casi el 6 por ciento de la población. Viven de la gigantesca y pasmosa burocracia que en España todo lo aletarga. Hay un 30 por ciento de quienes trabajan que quisieran ser funcionarios. En Extremadura, el 25 por ciento de quienes trabajan lo hacen para la administración. En Andalucía es un 18 por ciento. En Euskadi, un 13. En Madrid un 14 por ciento.
Esas cifras son la espuma de una realidad que palpita de tapadillo: la España pobre. En esas comunidades donde tanta gente vive de la administración es donde más pobreza hay. El 37 por ciento de los extremeños están en el umbral de la pobreza o en serio riesgo de estarlo. También el 37 por ciento de andaluces, el 32 por ciento de murcianos. En la comunidad de Madrid, el 31 por ciento de sus habitantes. España es el quinto país más pobre de la Unión Europea. Aunque los 23 máximos multimillonarios españoles son ahora un 16% más ricos que antes de la pandemia.
El gobierno en España dirigido por PSOE y Unidas Podemos hace frente a la aguda crisis de España como estado en un sinfín de frentes. En algunos de ellos, como la renovación del Consejo general del Poder Judicial, el órgano que administra y designa a los jueces, el ejecutivo trata ejercer un control que ahora no tiene para evitar que este órgano designe jueces que el ejecutivo no pueda controlar. Así pues, la separación de poderes de Montesquieu es otro de los agujeros negros en la democracia española.
Como resumen de los quebraderos de cabeza del gobierno, el tronco común de todos ellos sea probablemente el causalismo populista en el que se inspiraba su discurso hasta antes de hacerse con el poder. El anterior presidente Mariano Rajoy y su ejecutivo, cuyo partido acabó siendo condenado por la mayor trama nacional de corrupción política habida en la nación, ganó la presidencia con un programa que traicionó el primer día de legislatura. El gobierno de Pedro Sánchez y el estentóreo vicepresidente Pablo Iglesias repite, con la misma premisa de la oportunidad, una razón instrumental que aparca los antaño principios de frontera – monarquía, corrupción, Sáhara, reforma laboral, pensiones, renta social – a lo que se tercie aunque el tercio sea muy cambiado.
En medio del azaroso derrumbe, cientos de militares en retiro se han levantado epistolarmente por la deriva de un país con un gobierno a su juicio rojo, separatista, masón y terrorista. La bravata trabuquera es poco menos que el burbujeante cava nacional que la constitución española reconoce explícita e implícitamente al ejército en el desempeño de la sacra santa unidad de España. El silencio del rey Felipe VI ante la bravata militar ensombrece las esperanzas que cierta derecha e izquierda desearían en orden de poder lidiar con la sensación de desintegración simbólica y política que vive el sistema monárquico parlamentario.
La monarquía española parece regurgitarse en la estrofa de Quevedo – «Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes ya desmoronados/ de la carrera de la edad cansados/
por quien caduca ya su valentía» –. Las últimas revelaciones han desvelado un patrimonio financiero colosal del rey emérito en paraísos fiscales. Su origen sería el resultado de continuas comisiones y amaños realizados a lo largo de 41 años de reinado. La alta sociedad económica del país, la clase política al completo, además de la intelectualidad y los medios de comunicación consintieron este enriquecimiento de carácter bananero repitiendo el que gozó el abuelo del monarca Alfonso XIII.
Tropezando en la piedra de su historia, la democracia monárquica en España no puede más que emular a la cigarra que se come una pata para sobrevivir. El último discurso navideño del actual monarca Felipe VI, desaprobando a modo jesuítico el proceder de su padre, no salva que su misma legitimidad como heredero deviene del proceder y la fortuna de su padre y antecesor.
El último dato de la crónica de España ha pasado como ráfaga ventisquera. Entre enero y julio de 2020, durante el primer semestre del Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos, las operaciones de venta militar se han disparado hasta los 22.544,8 millones, lo que supone un aumento del 650% y una cifra superior a la suma de 2018 y 2019 juntos – 21.493 millones – . Las guerras del mundo se nutren del armamento español. Una destreza que habrá que reconocer al gobierno de izquierdas, mientras España no sale de sus guerras.