Desde el balcón de mi casa, se contempla el campanario de una iglesia, con un nido de cigüeñas y un chapitel de pizarra rematado por una aguja. La iglesia señala el centro de un pequeño pueblo castellano, con algunas casas viejas, que reflejan la pobreza de un pasado reciente. No queda ninguna huella de la antigua aljama ni del castillo, que perteneció al condestable Álvaro de Luna. Desviando la mirada hacia la derecha, se divisa el perfil de Madrid, con sus moles de hormigón y cristal. No es un perfil nítido, sino borroso, pues la contaminación se extiende hasta sus confines, dibujando una bóveda gris, que parece inmóvil y eterna, particularmente en los meses de verano, cuando el sol fulgura como un disco incandescente. Los barrios de la periferia, ínfimos y caóticos al lado de los rascacielos, parecen guijarros amontonados en la desembocadura de un río. Mis ojos casi siempre eluden esa perspectiva. Prefieren mirar a la izquierda y contemplar la estepa, con sus planicies y sus suaves colinas, que se ondulan como el pelo rubio de una niña. Una hilera de fresnos y chopos revela la presencia de un río, que serpentea débilmente entre el trigo y la cebada. Unos olivos evocan el paisaje levantino. En Castilla no hay mar, pero sí cielo y su azul a veces tiembla como el agua, derramando su luz sobre unos campos con estíos llameantes y duros inviernos.
Durante años, estas tierras ásperas y ascéticas me produjeron tristeza, abatimiento, pero ahora me inspiran alegría y serenidad. Su desnudez ya no me parece un signo de desolación, sino de espiritualidad y ensueño. Cada verano, mi casa se convierte en el hogar de centenares de golondrinas, que han construido sus nidos en ventanas, cornisas y tejados. Sus chillidos producen un saludable escándalo, que anuncia el triunfo de la vida sobre la muerte. Muchos polluelos se caen de los nidos y mueren durante la noche, pero esa desgracia no es la triste evidencia de la imperfección del mundo, sino el inevitable peaje del prodigio de existir. Son vidas que despuntan unos segundos y regresan a la corriente del ser, con el regocijo de la semilla que anida en un surco de tierra fértil y esponjosa. Cernuda escribió: “…Dios no existe. Me lo dijo la hoja seca caída, que un pie deshace al pasar. Me lo dijo el pájaro muerto, inerte sobre la tierra el ala rota y podrida”. Mis árboles pierden sus hojas cada otoño, pero al observar sus ramas desnudas no experimento la sensación de lo efímero, sino la continuidad del tiempo, que fluye sin pausa, a veces con mansedumbre, otras con violencia, pero sin detenerse jamás. En mi jardín, las hojas grandes de las higueras se confunden con las pequeñas hojas de las acacias. La morera y la catalpa se mezclan con el plátano y el olmo. El lilo lagrimea y el ciruelo crepita, imitando a un atardecer nazareno, con sus manchas azuladas y violetas. Las hojas se deshacen, sí, pero no parecen algo yerto, sino polvo de oro, que hierve como una colmena, preparándose para renacer con nuevas formas y colores. “Dios existe”, clama una voz en mi interior. Me lo dice la inaudita simetría de una telaraña, el vuelo perfecto de una golondrina, la insolencia de la vida, que se abre paso incluso entre la piedra. Me lo dicen las palabras, que se alborotan de gozo, cuando logran expresar la caída de la tarde, el rumor de un río o la plenitud del mediodía. Me lo dice la fraternidad, que invita a su mesa a los humillados, pequeños y olvidados. ¿Me engaño? ¿No es más que una ilusión, que brota de una vejez incipiente? ¿Mi carne tiene miedo de ser polvo, ceniza? ¿He sucumbido al anhelo de inmortalidad, que ronda al hombre desde la niñez, prometiéndole un mañana capaz de restituir todas las pérdidas?
No fantaseo con existir eternamente. Solo quiero celebrar la vida y decir adiós a mi idilio con la muerte, que ha oscurecido mis últimos diez años. No me molesta la finitud. Me parece suficiente disfrutar de los milagros que se producen día a día. Acabo de escuchar unas esquilas. Es un sonido de otro tiempo, que evoca la pasión mística de estos campos, cuando se cuidaba el alma y se despreciaba el cuerpo. Miro mis manos y pienso en la escritura que brota de sus dedos. Solo son palabras, pero huelen a olmo, morera, pino, tomillo, espliego. Escribir es un acto de fe, una forma de eucaristía. He tardado mucho en descubrirlo. Un pastor bordea mi casa, guiando a su rebaño. Un perro pequeño y con el pelo enmarañado ladra a las ovejas, que mordisquean las jaras, las retamas y las hojas de los olivos. El pastor observa con indulgencia, alzando suavemente la voz para atraer a los rezagados. Es un hombre joven, que apenas supera los treinta años. Tiene la piel morena, los ojos negros, una pequeña melena. Algo me impulsa a bajar al jardín, que linda con la estepa. Solo me separa una valla del rebaño. En el cielo corren nubes, ocultando de vez en cuando el sol. La sombra de un cernícalo aparece y desparece sobre los campos de trigo, escenificando la lucha por la supervivencia. Una bandada de palomas describe giros y piruetas, intentando huir del ave rapaz, que estira las patas para acuchillarlas en pleno vuelo y llenar su estómago en esta mañana de octubre.
-Son muy hábiles –me comenta el pastor, que se acerca sin disimular sus ganas de charlar-, pero alguna caerá.
Asiento, con cierto pesar.
-No se aflija. La muerte es tan inevitable como la vida. No hay que pensar demasiado en ella. Los animales son más inteligentes. Viven al día, sin preocuparse del mañana.
Al escucharle, noto que le faltan varios dientes. Los pómulos parecen dos cantos rodados, que tensan unas mejillas finísimas y levemente rosadas. Advierte mi sorpresa, pero no se avergüenza.
-Diez años de mi vida se han ido con la heroína, pero al fin he salido de ese infierno.
Bajo la mirada, incapaz de confesarle que yo he sobrevivido a otro infierno.
-He crecido en un suburbio, pero aquí me siento mucho mejor. ¿Sabe que el Jarama esculpió estas terrazas? Pisamos tierras de aluvión en la falda de un cerro.
Arqueó las cejas, con gesto de admiración.
-Pasé dos años en la universidad, estudiando geografía. Después… Bueno, ya se lo he contado. No hay que darle muchas vueltas al pasado. Yo ahora estoy en paz. Me dije a mí mismo: “Olvida al mundo, sal al encuentro de la vida, vive como un nómada”.
No me atrevo a decirle que envidio su sencilla sabiduría.
-El odio me destruía por dentro. Vivir en la calle es muy duro. Ves muchas injusticias. Los policías te maltratan, los comerciantes te espantan como si fueras una mosca en un plato de comida, los padres prohíben a sus hijos que se acerquen a ti, muchos ni siquiera disimulan su asco y su desprecio, arrugando la cara al descubrir tu presencia. Deseaba morir y que el mundo desapareciera conmigo, pero ahora estoy aquí, pensado que la ternura mueve montañas.
-¿Ternura?
-Sí, ternura. Estoy vivo gracias a un perro. Yo dormía en portales y descampados, cubriéndome con plásticos. Una noche de diciembre se acercó un perro enorme y se tumbó a mi lado. Me ardía la frente y tiritaba de frío. Parecía un epiléptico, sufriendo convulsiones. Pensé que iba a morir, pero no me importaba. Llevaba varias horas sin pincharme y la ansiedad crecía sin parar. El perro me hizo entrar en calor y, poco a poco, me tranquilicé. No dormí, pero pasé la noche relajado, sonriendo cada vez que aparecía una estrella fugaz. Desde entonces, el perro y yo fuimos inseparables. La policía me amenazaba con quitármelo y sacrificarlo. No podía soportar esa idea y dejé de pincharme. A pelo, aguantando vómitos, temblores y diarreas. Sentía que el perro me había salvado la vida y que mi obligación era cuidarlo. Volví a mi barrio, buscando trabajo, pero nadie es profeta en su tierra. Para los que me conocían desde niño, yo solo era un yonqui. Nadie quería saber nada de mí. Tuve más suerte en estas tierras. Ya nadie quiere ser pastor. El perro murió, pero durante un tiempo protegió al rebaño. Ahora tengo a este gitanillo, que no cesa de correr y ladrar.
-¿Cómo se llama?
-Tomás. Igual que mi salvador.
El pastor se alejó con su rebaño. Y yo volví al balcón. Mientras observaba la humildad de unas tierras bendecidas por santos y poetas, recordé una frase: “Bienaventurado el que ha sufrido, pues ha encontrado la vida”. Creo que la esperanza no es hija de la alegría, sino del dolor. Yo siento su frescor en mi frente, avivando sin tregua la llama de una dicha que ya había olvidado. Quisiera que otros la experimentaran, especialmente los que se han dejado seducir por la tentación del suicidio. Morir no es hermoso. La eternidad no es necesaria. Dios existe, pero su reino es de este mundo. Para entrar en él, solo hace falta amar cada brizna de hierba y sentir que el otro es tu hermano. Yo he encontrado la vida y sostendré su mano hasta que decida marcharse de mi lado.