Necesario es en algunas ocasiones. Cuando vas de viaje largo dividido en dos conexiones, por ejemplo. Bilbao, Madrid y Madrid, Cádiz. La última vez llegué a la capital a las 11,30, el tren para Cádiz salía a las 16,05. Cuatro horas y media que dan para mucho. Comienzas por examinar con detalle los precios de las tiendas de las estaciones de Chamartín y Atocha. Ya sé que todo está por las nubes, pero estos eran más elevados que los polvos interestelares de la vía láctea. Luego te llama la atención el comportamiento de dos policías nacionales, jovencísimos ellos, que le piden la documentación a un negro cuando nos disponíamos a entrar en la sala de embarque. El negro vestía bien y no estaba especialmente desastrado, pero a él se dirigieron, obviando a todos los demás blancos que estábamos con cara de semblante sospechoso por el retraso de algunos trenes.
Más tarde entran ganas de ir al váter. Son muchas horas. Y aquí es donde quiero llegar, porque lo que más llamó mi atención fue que en las estaciones de Madrid han cerrado los váteres públicos, abiertos quedan solo los privados. Entras si metes una moneda de euro, es entonces cuando el torniquete, que me pareció una viga erizada de puntas para estorbar el paso del enemigo, cede al impulso de arrancarlo. Algunas situaciones merecen recordar la furia de Atila, en quien pensaba cuando los esfínteres querían dejar de cumplir su función. Mucha gente se sorprendía, muchos viajeros se enfadaban levemente. Pese a su torrente de quejas de nuevo sobrevenía la resignación y la calma, pasando mansamente el euro por la ranura de la máquina controladora. Yo me agacho y paso por debajo del torniquete, invito a la concurrencia a hacer lo mismo, que no hay derecho, que en los espacios públicos tiene que haber váteres públicos.
Más allá de un breve asentimiento está la acción de sabotaje, a la que no entran. Es la elusión del conflicto como regla. Y no me estoy refiriendo a un apuro grande (aunque cuando no puedes aguantar la llamada de la evacuación orgánica, ese es el problema central del mundo), ni a una solución de difícil salida; no, no estoy hablando de un combate, una lucha o pelea, o a cualquier situación que te haga pensar evitarla.
En la cabina que entré, después de sortear el dispositivo giratorio, sonaba una música zen, de esas que ponen en las clases de yoga de la beautiful people. Además trinaban pajaritos. Todo muy bucólico. Incluso de mi vientre evacuó una cagarruta que me congració con el mundo. Pío, pío, pío.