Entre las hojas de los periódicos que serán al final del día el detritus de basuras, se plasma la insoportable levedad de la loca y administrada realidad humana. Dos noticias, lejanas en el lugar en que eplosionan, tan cercanas que juntas atraviesan como flechas ojalá que las conciencias. En las postrimerías del poblado cántabro de Villaescusa, paraje montañoso que visitan por su esplendor senderistas y buscadores de espacios naturales aún vivos, un hombre se encuentra con un oso que, tras darle un zarpazo en el brazo, huye. El periódico recogía los avatares del hombre hasta ser trasladado a un hospital. Un experto forestal destacaba lo anodino del comportamiento del animal: pudiera deberse al celo; o que fuera en realidad una osa con oseznos cerca; se sintió amenazada. Lo que no decían ni ese periódico ni cuantos publicaron el suceso fue lo que no hizo el oso u la osa: llevar su sensación de amenza a la aplicación de la fuerza total. En casi las mismas horas, un agente de la policía autómica vasca que va camino de su comisaria, tiene un desliz en la autopista navarra a la altura de Leitza con un camionero; en la discusión, si llegó a haberla, el agente de paisano descerraja varios tiros, uno de ellos en la cabeza, al trasnportista, natural de Motril, Granada.
Conocida la muerte del transportista a manos de un policía, la mesura se dispendia en agencias y medios. Quizá el fragor fuera distinto si el autor de los disparos tuviera antecedentes de los que venden como delinquibles: ideas extremistas, amistades poco claras… La autopsia de los hechos es terca: el ertzaina llevaba una pistola, no la suya sino otra para su personal uso; se hallaba en «segunda actividad» por problemas de «enfermedad física». El diario El Correo insinúa que tras el aparatoso eufemismo se esconde una baja por cuestiones psicológicas. Sólo un fiscal jefe percibe lo que realmente brota tras la muerte «accidental» de este transportista que diría Darío Fo. El fiscal cuestiona el modelo de la ertzaintza. Puede que se refiera a esa creciente soberbia desde el final de ETA instalada en un cuerpo de 8.000 agentes, que entre familiares, amigos y aspirantes en una época de crisis pueden albergar 40.000 personas en un país de 2 millones. No es la primera vez que un ertzaina acaba con la vida de alguien por motivos similares, en un alto el paso en carretera. El fiscal del País Vasco sale al paso, casi como si de indignación se tratase a las declaraciones de la consejera de Interior del Gobierno Vasco que pretendía situar el hecho «aislado e individual, que se produce en un espacio privado» y que «no corresponde a una actuación policial».
El problema es una cuestión de solución. Pero las noticias entre el ataque del oso y del ertzaina permiten sospecharla. El oso no hubiera matado al transportista, como no mató al vecino de Villaescusa. Dejemos de matar osos, e incorporémoslos en los cuerpos de policía.