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Guantánamo norte

Valentine Badiu 14 diciembre, 2018     Comment Closed    

Caricatura de Kifah Jayyousi en su juicio.

Es marzo de 2005. Tengo nueve años y mi padre acaba de ser arrestado por un delito que no cometió. Se había ofrecido como voluntario en varias organizaciones benéficas que brindaban ayuda a civiles en Bosnia y Chechenia devastadas por la guerra. Recogió, clasificó y envió alimentos, medicinas y ropa. El gobierno dice que envió esos suministros para ayudar al enemigo. Está acusado de conspiración para cometer terrorismo.

Mi padre, Kifah Jayyousi, tiene un doctorado, fue profesor en la Universidad Estatal de Wayne y director de instalaciones para escuelas en DC y Detroit. Él es un veterano de la Marina de los Estados Unidos. Nada de esto importa porque él también es un musulmán estadounidense.

Mis dos hermanas, nuestra madre y yo nos mudamos de Detroit a Miami, donde mi padre se encuentra recluido en régimen de aislamiento mientras se desarrolla el juicio. Durante años, el gobierno intentó reclutarlo para que trabajara con ellos contra la comunidad musulmana, pero él se negó. Lo intentaron de nuevo después de arrestarlo. Él sigue diciendo que no.

Cumplí 10 años en noviembre y estoy en la corte viendo cómo mi padre es convertido en «el enemigo».

Es 2006 y tengo 10 años. Estoy familiarizada con el olor de un palacio de justicia. Mi padre está recluido en régimen de aislamiento en un edificio alto en el centro de Miami. Mis hermanas, nuestra madre y yo hacemos dibujos con tiza en la acera para él. No sabemos cuál de las docenas de ventanas, si las hay, es la suya, pero pasamos horas al sol con las manos cubiertas de tiza, tratando de decirle que lo amamos.

2007. Tengo casi 11 años. El jurado declara culpable a mi padre. Mi madre llega a casa con su maleta. Los ojos de todas están enrojecidos durante una semana. El juez lo condenó a casi 13 años, recomendando una prisión de baja seguridad.

2008. Tengo 11 años. Regresamos a Detroit después de que mi padre fuera trasladado en secreto a una nueva instalación de alta seguridad llamada Unidad de Administración de Comunicaciones (CMU) en Terre Haute, Indiana. La mayoría de los internos son musulmanes. La prisión es apodada ‘Guantánamo norte’.

En la CMU, solo se permite cuatro horas de visita al mes. Combinamos el final de un mes y el comienzo del siguiente para obtener ocho horas de visitas durante un período de tres días. Conducimos hasta allí. Es caro.

La sala de visitas es pequeña y parece hacerse más pequeña cada vez. En el centro hay una ventana de plexiglás que nos separa de él. Agarra el teléfono de costado, sin dejarlo caer durante las largas visitas y apoya su otra mano contra el cristal. Ponemos nuestras manos sobre las suyas de nuestro lado. Pretendo sentir que el vidrio se calienta. Una gran puerta de acero está cerrada con llave detrás de nosotras. No podemos abrazar a mi padre. No podemos tocarlo. No podemos olerlo. Lleva allí allí tres años.

2010. Tengo 14 años y comienzo a tener problemas para dormir. Dicen que han trasladado a mi padre. Creemos que está más cerca de Detroit, pero está más lejos, en otra CMU, en Marion, Illinois. Las reglas son las mismas pero la visita es mucho peor. Nos llevan al edificio con otras familias, con otros niños. Pero entonces somos separadas. Pasamos entre presos con esvásticas tatuadas; hombres con sus familias sentados en sillas junto a ellos, sosteniendo sus manos, sentados en sus regazos. Nos llevan a una habitación con una ventana de plexiglás. Está sucia de manchas. Limpiamos el vidrio con pañuelos mojados. Dejamos nuestras huellas en el vidrio al final de la visita.

La puerta de acero queda abierta, pero el ruido de la docenas de visitantes que se encuentran afuera hace que sea difícil escuchar algo, incluso con el teléfono negro pegado a una oreja y una mano sobre la otra. No podemos respirar si cerramos la puerta. No podemos respirar de todos modos. Mi padre pasa otros tres años allí.

Tengo 11, 12, 13, 14. Tengo 15, 16, 17 y no se me permite respirar el mismo aire en la misma habitación que él sin Plexiglas entre nosotros. Les pedimos en vacaciones un breve abrazo con nuestro padre y dicen que es un problema de seguridad.

2014. Tengo 18 años. Mi padre es trasladado junto con la población reclusa, donde finalmente tenemos visitas de contacto. Lo abrazo por primera vez en seis años y no puedo parar de temblar. Todavía estamos rodeados de cámaras y llaves y guardias y barras de metal. Mi padre sigue siendo inocente.

Mi hermana pequeña parece llorar, así que compro una caja de pasas y las meto en mis dientes. Ella se ríe, incluso algunos guardias se ríen. Todos se ríen pero solo quiero gritar.

2017 y tengo 21 años. Mi padre es enviado a casa después de cumplir casi 13 años por un delito que no cometió. Se le otorga 20 años de libertad condicional y no se le permite salir del Distrito Este de Michigan. Pasa meses buscando trabajo. En la mayoría de lugares no contratan a un convicto. Todo está al revés y todos lo sentimos demasiado.

Pero la Junta de Ingenieros Profesionales del Estado de Michigan vota unánimemente para renovar la licencia de ingeniería de mi padre, rechazando su condena. Ahora está trabajando para una importante empresa de construcción de Michigan.

2018. Tengo 22. Todavía escucho las llaves del guardia, todavía huelo el metal. Todavía siento el plexiglás contra las palmas de mis manos. Ninguna de nosotras salió de la cárcel, pero nunca nos romperán.

— — —

Este artículo de Sara jayyousi ha sido publicado en la revista London Reviw Of books en diciembre de 2008. Forma parte del discurso que dio en el Center for Constitutional Rights de Nueva York en octubre de 2008.

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Autor: Valentine Badiu

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