Justo en la esquina de la Avenida Tercia, con la Calle Libertaria, en el puesto único de periódicos, Lagrand solo compra un comprimido de insulina, que gracias a un decreto del gobierno es ya legal. Se ha cruzado camino de su trabajo, en dirección al metro, con un cartel que anuncia el último libro de Salman Rushdie. No ha querido desperdiciar el momento, y se para mientras observa: le quedan dos minutos y treinta cinco segundos para alcanzar el metro de la línea 7. No ha vuelto a nevar. Ayer se abalanzó sobre las tersas aceras de la ciudad y sus colmenas de brazos suplicantes una ola de calor asfixiante. Mañana granizará. ¿Y la muerte?, se pregunta Lagrand, junto a ese cartel del último libro de Salman Rushdie. ¿Y el pecado? Lo recuerda, de nuevo. Su padre le abofeteó cuando tenía siete años por blasfemia a la palabra de Dios. El castigo fue un fin de semana sin comer más que seis vasos de agua y media barra de pan.
Está en medio de la cetrina luz de la habitación en la tercera planta del Hospital Sinaí. Esa abyecta y grisácea florescencia repite cruel el fatal diagnóstico del médico seis meses antes. Pero ahora, la coda la finaliza su padre.
– No tienes valor ni en la hora de mi muerte. ¡Vete! No quiero…veeerte.
Ese cartel del último libro de Salman Rushdie aún vivo le rompe el ensimismo.
Quiso escribir. No sabía qué. Si lo que no recordaba, el significado de lo que tenía bien presente después de tantos años. Pero el dolor es de una espesura diáfana. Lagrand puede enumerar las heridas, los moratones, los tortazos, localizarlos en el tiempo y en el mapa de su cuerpo. Pero antes regurgitar, investigar las torturas, porque no tiene recuerdo de ellas.
La madre irrumpe una de tantas tardes en el cuarto donde los sábados se congregaban los hijos.
– ¡Voy a hacer de ti un hombre, aunque tenga que acabar contigo y ante el altar de Dios lo merezcas! ¡No sirves para nada, nada!
Dios es la salvación y Jesús el camino que se nos ofrece a cada uno de nosotros. ¿Te gusta leer? ¿Quieres conocer los misterios de la biblia? ¿Sabes cuál es nuestro destino? Es un hombre encorbatado, con americana azul y pantalón de pana verde. Parece un marine de un dios bipolar, piensa Lagrand. A su lado una mujer que sonríe y asiente luciferina y sincopadamente. Se vuelve a parar: Madre, ¿eres tú? No. Legrand abre los ojos, regresando al mundo de los vivos. Es una pareja de Testigos de Jehová.
– Pensemos por un momento, Lagrand. ¿Con qué disfrutas en el día? Es decir, ¿Qué escoges del día para sentirte bien?
– No sé, a veces, dejar de pensar.
– De pensar ¿qué?
– De pensar lo mismo. Quiero decir. Usted me escucha todas las semanas, pero yo no puedo zafarme de lo que escucho cada día.
– ¿Te llama tu madre?
– Si no me llama, me deja un mensaje. Si no me deja un mensaje, llama al timbre. Cuando no la abro, recibo una carta de ella al de unos días. Si la contesto, la espiral vuelve una y otra vez.
– ¿Quisieras romper esa espiral? ¿Te hace daño esa espiral?
– Sí. Y yo mismo. El otro día vi un cartel de Salman Rushide, el escritor que han querido matar.
– Si.
– Pues me sentí dentro y fuera de él. Como él, acosado. Pero fuera de él, acusándole de haber insultado a la religión.
– A tu madre.
– Pues sí. Y que por eso tenía merecido el último intento de asesinato. Si un fiel no pertenece a su religión merece ser exterminado. Si un hijo no pertenece a sus progenitores, a su madre que le ha dado la vida, merece el castigo definitivo.
– ¿Y de veras lo piensas?
– No. No sé.
Tienes un recuerdo. Inmóvil. Por unos instantes, la sensación de estar muerto. Es la playa levantina de la Gurida, y a tu lado están tus dos sobrinos, ella de siete años, y él de nueve. El viento azora la arena convirtiéndola en filos cortantes. En las sillas playeras has creado una muralla que revistes con las toallas, creando una muralla. Los niños se arremolinan a tu lado y te abrazan. Te quedas paralizado. No sabes cómo ni por qué reaccionar. Eres incapaz de otorgar un abrazo. Es en ese instante cuando asoma esa noche. Has traído las notas. Dos suspensos, uno de ellos un cero. Tu madre le enseña el cuadernillo angosto a tu padre. Entra en la habitación cuando estás en la cama. Se le han caído las gafas. Te propina dos tortazos. Quizá uno por las notas, y el otro por las gafas caídas en el suelo. Y se despide recogiéndolas:
– Y ahora ¡a dormir!
Las oraciones, el compendio de aves marías, de penitentes cadencias mortificantes, suman y construyen una catedral de muro papel. Genuflexo, te encuentras con la madre, la abuela Josefa. Venía en Semana Santa, como una resurrección evangelizadora. Desembarcaba como una monarca exiliada, reclamada a la ínsula de sus dominios.
– El abuelo no te quiere. Mírale, se ha ido a dar un paseo, con la que está cayendo. Toma este chocolate, pero tómatelo después de la procesión sin que nadie se entere. ¡Dame un beso!
Es como una estepa en la antesala de una guerra cotidiana. Tienes 16 años y tiemblan tus párpados como cuando recibiste el primer tortazo de él, la primera delación de ella. Tirita también tu alma, hueca de todo cariño, restañada con un odio de cal diaria. Nadie te quiere, recuerda, aprende, repite conmigo, buen niño, tu madre te quiere. Este plastazo en por tu bien, y la paliza breve de mañana también.
– ¿Sabe? He estado hurgando, con dolor, en mis sentimientos, como cuando me preguntó la semana pasada.
– Si.
Pues no he encontrado nunca que un día, un solo puto día, donde hubiera ido a comprar algo a mi madre. No sé, unos churros, unas flores, o lo que fuera.
– ¿Por qué, Legrand?
– Me hace daño. Sus cartas. Dios….
– ¿Piensas que su objetivo es hacerte daño?
– Sí. Sabe cómo conseguirlo.
– Conseguir, ¿el qué?
– Reducirme, aislarme. Aislarme de todo el mundo. De mi padre, de mis abuelos. De mi hermano, no, porque murió antes de que ella también lo dominara y que yo pudiera ayudarle.
– Pero, ¿y tu padre? ¿Piensas en él?
– A todas horas. Era el filo de la navaja, el caño del bastón, la mano abofeteándome. Pero mi madre era el mango de esa navaja, la empuñadura del bastón, el cerebro ordenando a esa mano.
– ¿Crees que trasfería tu madre ese rol a tu padre para hacer en la retaguardia ante ti de policía bueno?
– Sí. ¿Cómo se sale del infierno?
– Dejando poco a poco de sentirse culpable. Es la hora, Lagrand.
Para saber más:
La guerra más cruel que ha cubierto el gran cronista Ramón Lobo, es la de su propia familia. Un padre contumaz, autoritario y violento, soldado en la guerra civil y divisionario en el frente de Rusia, una madre grisáceamente condescendiente, una abuela narcisista y dañina. Una familia de la baja burguesía con una holgada casa en la calle de Atocha en el oscuro Madrid de posguerra. España es una confederación esquizofrénica de familias patrióticas. Esa oscuridad enloquecida la vive muchos años después el Ramón Lobo corresponsal en Sarajevo, Chechenia, Afganistán, Siria.
Ramón Lobo redescubre en el árbol genealógico, el origen de la violencia tenaz sufrida. Restituye las biografías y rescata a parientes y sus valores lapidados por los familiares vencedores. Abre, como una necesaria válvula de escape, un lamento, un alegato, un terapéutico aullido, la historia oculta de una existencia con infinito maltrato, Este viaje a las tinieblas familiares, convierte a Todos náufragos en una obra de arte literaria. Es también un ajuste de cuentas con la propia profesión: sus zonas morales siniestras, y las miserias de egóticos, narcisistas y serviles profesionales y mandarines del gremio..
Todos naufragios. Ramón Lobo. Ediciones B, 2015. 392 páginas. 21 euros.
La psicóloga Hannah Alderete afirma que la relación más complicada que tienen hijas e hijos sea la que tienen con sus madres. Dependen de ella desde que nacen, recurren a ella en momentos de angustia y, finalmente, para tomar la distancia suficiente que nos permita llevar una vida independiente. “El narcisismo materno se apropia de lo que ya es en sí una relación complicada, hace un cóctel molotov con ella y lo deja caer a un abismo. Las hijas aprenden a vivir para sus madres narcisistas y suelen hacerlo a resultas del miedo. Cuando digo que aprenden a vivir para sus madres, me refiero a que aprenden lo que estas quieren de ellas e intentan adaptarse para conformar el lote perfecto. Como resultado de este condicionamiento, las hijas desarrollan una madre interior de gran toxicidad, como un veneno que se administra lentamente a lo largo del tiempo y cuyos efectos se normalizan, lo cual hace que esta madre interior se vuelva más peligrosa”.
Cómo liberarse de una madre narcisista. Una guía paso a paso para acabar con los comportamientos tóxicos, poner límites y reclamar tu propia vida. Hannah Alderete. Melusina, 2022. 325 páginas. 19 euros