En el féretro de José Antonio, pero no tanto sino más en los cánticos de apenas un centenar de patriotas flecheros que jaleaban ante su paso, el país se paró como en una lumbalgia moral. Lo atemporal de los congregados delimitaba las grisáceas fronteras simbólicas de la nación. No era un homenaje lo que rendían los congregados ante el féretro saliente de José Antonio. Son nietos de quienes no le conocieron ni le trataron. Sí le han leído. Interpretan con denuedo el principio que un ser humano debe entregarse a una causa mayor, y no al sentido interior. No les guía el desagravio de una profanación. Los herederos de José Antonio pactaron el retiro de sus restos. Son una familia “cobarde” como declaraba una enjuta patriota. Los patriotas flecheros protestaban contra el cénit del símbolo. Contra el vaciamiento simbólico que el gobierno está haciendo sin quererlo – lo que pretende es frenar el suyo propio – no solo de José Antonio, sino del lugar, más que grandioso ampuloso de José Antonio, que ya solo le quedaba. Esto es, el Valle de los caídos, hoy llamado Valle de Cuelgamuros.
Y no porque la exhumación de José Antonio haya sido, como todo, materia comunicativa de apenas un día de duración –su intención era esa –, esa misma levedad dobla la afrenta al personaje. Sus discípulos no han sido capaces de conseguir al menos dos días de chascarrillo, no ya de asombro o fútil comentario mediático. El yugo de lo efímero se lleva las flechas de esa prosodia falangista, imperial de muros caídos, anhelosa de un mando patriarcal y espadero que nadie puede ejercer en un país como España.
Y al igual que el mismo sentido político de José Antonio, la razón de ser de esos rojiazúleos adventistas de lo patrio es contra la otra España. La, a sus ojos, anti España, la que asoma el pescuezo el 14 de abril de 1931. La argamasa que cementará los 40 años de paz tras la victoria de los conjurados nacionalistas, será el combate a la anti España. No es que ese carácter inquisitorial sea dominio ex proceso del nacional destinismo. En la unidad de destino de la izquierda vertical, su quintacolumnismo más fervoroso se dedica aún hoy a eliminar a la España reaccionaria por los idénticos medios y a sus díscolos internos: Marx reconocerá a los suyos. ¿No es aquí donde las dos España se reconocen en un mimetismo de diferentes colores? ¿Hay personajes que han pululado por los partidos de polo supuestamente adversario?
Si hacemos caso a quienes promulgan y edictan la memoria histórica, la de José Antonio es un crimen. Su legado, mantequillado por el régimen de Franco, pretendía aquilatarlo en el grisáceo paludismo del orgullo franquista. Todo queda envuelto en esa retórica ufana, baldía y trompetera. Es un anhelo de orgullo del vencedor. La exaltación esquizoide de la reconquista y un imperio de andrajos. Se trata de una España que, como El Quijote, no se mira en ella misma, sino en la oblicua y peligrosa imagen de su idealismo profético. La contumacia hace el resto gracias a la fuerza más sangrienta. La del estado y sus armamentos; de una sociedad aleccionada, como la nuestra, a tomar decisiones sobre falaces planteamientos ofrecidos por los gurús, ahora democráticos, pero no menos autocráticos.
Está la España que bosteza y la que bebe en libertad en una terraza frente a una pantalla de plasma. Está la España pensionista frente a la pantalla de plasma desde las cuatro a las ocho de la tarde vetusta. La que, siendo trabajadora de toda la vida, no lo quiere ser, pero no para dejar de serlo, sino para serlo más a cambio de que la paguen más. Luego está el archipiélago de pequeñas burguesías que ensucian su nido, retándolo a humanizarse, a confrontar el cinismo iracundo que genera la tabla medible del dinero en la vida. Y luego está la orgullosa burguesía que vive hoy tranquila solo gracias a las reformas a su favor del código penal.
Esa burguesía, aunque no lo sabe, le debe mucho a José Antonio. Y José Antonio debe tanto a quienes copió, los anarcosindicalistas de todas las ramas. El acervo amargo del gesto. La intransigencia mesiánica. El himno, el saludo, la vestimenta, y el ritual. La entrega del joven cuerpo a la patria y al honor; la autoritaria displicencia a la sumisión caudillista — que tanto caracteriza a la modernidad democrática –, la forja de plomo de un hombre nuevo anti ilustrado.
Es esa España salida de su imposibilidad histórica, la que sorbe sopa de ajo nacionalcatólico. La que se mece no en el recuerdo de José Antonio, sino en las migajas endurecidas de su ideología simple y llana para un pueblo empeñado en no pensar, en malvivir con ideologías caldeadas con dos ideas de sillería roída.