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 › a las letras › En carrusel › Miradas › Kim Thúy: Huir con amor en las manos

Kim Thúy: Huir con amor en las manos

Elsa Volga 21 junio, 2020     Comment Closed    

Hace poco ví en Montreal a una abuela vietnamita preguntándole a su nieto de un año: Thuó´ong Bà dé dáu? No sé cómo traducir esta frase de sólo cuatro palabras pero que contiene dos verbos, «amar» y «llevar». Literalmente dice: «¿Amar abuela llevar a dónde?». El pequeño se tocó la cabeza con la mano. Yo había olvidado por completo ese gesto, que yo misma hice mil veces cuando era niña. Había olvidado que el amor viene de la cabeza y no del corazón. De todo el cuerpo, lo único que importa es la cabeza. Basta con tocar la cabeza de un vietnamita para insuntarlo, no sólo a él, sino a todo su árbol genealógico. Así, un tímido vietnamita de ocho años se transformó en tigre furioso cuando su compañero quebequés de equipo le frotó la cabeza para felicitarlo por haber atrapado su primera pelota de fútbol.

Si una muestra de afecto puede comprenderse a veces como una ofensa, tal vez el gesto de amar no sea universal: debe también traducirse de una lengua a otra, debe aprenderse. En el caso del vietnamita, es posible clasificar, cuantificar el gesto de amar con palabras específicas: amar por gusto (thich), amar sin estra enamorado (thu´o´ng), amar amorosamente (yêu), amar con embriaguez (mé), amar ciegamente (mù quáng), amar por gratitud (tinh nghia). Es pues, imposible amar a secas, amar sin la propia cabeza.

Tengo suerte de haber aprendido a saborear el placer de apoyar mi cabeza en la palma de una mano, y mis padres tienen suerte al poder captar el amor de mis hijos cuando éstos les dan besos en el pelo, espontáneamente, sin protocolo, mientras les hacen cosquillas en la cama. Yo toqué una sola vez la cabeza de mi padre. Me había ordenado que me apoyara en su cabeza para saltar por encima de la barandilla de un barco.

No sabíamos dónde estábamos. Habíamos desembarcado en la primera tierra firme. Mientras avanzábamos hacia la playa, un asiático con pantalones de boxeo azul corríó hacia nuestro barco. Nos repitió en vietnamita que destruyéramos el barco. ¿Era vietnamita? ¿Habíamos regresado al punto de partida tras cuatro días en el mar? Creo que nadie se hizo estas preguntas porque todos saltamos al agua como cuando se despliega un ejército. El hombre desapareció en medio de aquel caos, para siempre. No sé por qué conservo con tanta claridad la imagen de aquel hombre a la carrera por el agua, con los brazos en alto, el puño golpeando al vacío con un grito de urgencia que el viento no llevó hasta mí. Recuerdo esa imagen con la misma precisión y la misma claridad que la de Bo Derek saliendo del agua con su traje de baño color carne. Sin embargo, solo vi a ese hombre una vez durante una fracción de segundo, contrariamente al cartel de Bo Derek, con el que me crucé cada día durante meses.
Todos los que estaban en cubierta lo vieron. Pero nadie se atrevería a confirmarlo con certeza. Tal vez fuera uno de esos muertos que vieron algunos barcos devueltos al mar por las autoridades locales. Tal vez fuese un fantasma que tenía el deber de salvarnos para obtener su propio acceso al paraíso. Tal vez fuera un malayo esquizofrénico. Tal vez fuese un turista del Club Med que quería romper la monotonía de sus vacaciones.

Seguramente fuera un turista, porque llegamos a una playa protegida por la presencia de tortugas, contigua a los terrenos edl Club Med. De hecho, era una antigua playa del Club Med, pues todavía podía verse la barra del bar. Dormimos allí todos los días, teniendo como fondo el muro donde estaban inscritos los nombres de los vietnamitas que habían pasado por allí, que habian sobrevivido como nosotros. Si hubiéramos esperado quince minutos más antes de atracar, no habríamos puesto los pies en la arena fina y dorada de aquella playa paradiasiaca. Nuestra embarcación quedó destruída por completo por las olas de una simple tormenta, que cayó instantes depués de nuestro desembarco. Éramos más de doscientos los que mirábamos en silencio, con los ojos empañados por la lluvia y el estupor. Las tablas de madera saltaban una tras otra en la cresta de las olas, como en un número de natación sincronizada. Estoy segura de que aquel espectáculo nos hizo creyentes durante unos instantes. A todos, salvo a uno. Volvió sobre sus pasos para ir a buscar los taeles de oro que había ocultado en el bidón de gasolina del barco. Nunca regresó. Tal vez los taeles lo hicieron hundirse, tal vez eran demasiado pesados. O quizás la corriente se lo tragó como castigo por haber mirado atrás para recordarnos que nunca hay que añorar lo que ya es pasado.

Este recuerdo explica sin duda por qué nunca abandono un lugar con más de una maleta. Conmigo llevo únicamente algunos libros. Lo demás no consigue realmente ser mío. Duermo tan bien en la cama de un hotel, de una habitación de huéspedes o de un desconocido como en mi propia cama. De hecho, siempre me satisface trasladarme, tengo así la sensación de aligerar mis bienes, de abandonar algunos objetos para que mi memoria pueda llegar a ser realmente selectiva, para que pueda recordar sólo imágenes que siguen siendo luminosas tras los párpados cerrados. Prefiero recordar mis cosquilleros interiores, mis asombros, mis zozobras, mis vacilaciones, mis cambios, mis carencias… Los prefiero porque puedo modelarlos de acuerdo con el color del tiempo, mientras que un objeto permanece inflexible, yerto, molesto.

Estos son los primeros párrafos de la novela Ru de la vietnamita Kim Thúy que publica Periférica.

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Autor: Elsa Volga

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