Carlos Martínez es heredero como casi todos los salvadoreños de una guerra que empezó con las atrocidades militares hace más de cuarenta años, y que hoy es simplemente la vida cotidiana del país. El Salvador se ahoga en un baño de pobreza endémica, mezclada con una adicción a la violencia y un deseo enfermizo de llevar al poder a flautistas charlatanes que roban y reprimen. Durante octubre y noviembre de 2018, Carlos Martínez acompañó al éxodo de salvadoreños, hondureños, guatemaltecos y mexicanos que en marea decidieron probar suerte en la frontera con los Estados Unidos a miles de kilómetros al norte. Era la ruta que habían emprendido antes de ellos decenas de miles en solitario. Era la misma ruta donde durante décadas los migrantes solitarios se expusieron a todo tipo de violencias. Toda una red de traficantes, policías y agencias gubernamentales forman una maquinaria que ha hecho de la migración un magnífico negocio de extorsión y muerte. Pero esa caravana que surgió en octubre de 2018 introdujo algo totalmente novedoso. La unión de miles podría hacer frente a las maras, los aduaneros, los policías y los migras de todos los países hasta llegar a los USA. Así fue como esa caravana fue creciendo. Carlos Martínez fue uno más y el conjunto de sus crónicas quedan agrupadas en el libro Juntos, Todos Juntos que publica pepitas de calabaza.
Domingo, 21 de octubre de 2018. El sol castiga a las cuatro de la tarde en la frontera entre Guatemala y México. El parque de Ciudad Hidalgo ha congregado a miles de personas. Forman la caravana migrante que ha puesto en alerta al gobierno mexicano y al presidente Trump. Los mexicanos han recibido a estas personas con agua y comida. Estos miles salvaron el puente de Tecún Umán que hace de frontera a nado, en balsas. Al caer la tarde, la ribera mexicana del río Suchiate se ha llenado de una multiud que con un megáfono llama a los que se han quedado al otro lado del rio a que entren en México sin permiso de nadie. Cantan el himno hondureño. Exorcizando el miedo huidizo de los miles que antes que ellos cruzaron este mismo lugar tiempo atrás, se enfrentan avisando al mundo
¡Aquí estamos
y no nos vamos
y si nos echan
nos regresamos!
Hasta este domimgo 24 de octubre, cuatrocientos mil centroamericanos atravesaban cada año México camino de los Estados Unidos. Atravesaban rutas con la guía de coyotes, que cobran hoy entre seis y diez mil dólares a cada persona. Quienes salen´de sus países con poco más que lo puesto, cruzaban fronteras sin más saber orientativo que el boca a boca. Sorteaban puestos migratorios cruzando veredas y montes. Montaban clandestinamente a los vagones y techos de trenes de carga. Cuando Carlos Martínez visitó el albergue de Ixtepec, en Oaxaca, en 2008, no conoció allí a una sola persona que no hubiera sufrido una agresión en su tránsito por Chiapas: secuestros, palizas, asaltos a manos de agentes de migración o de policías. Las mujeres llevaban por consejo preservativos en sus mochilas, para ofrecerlos a sus violadores como único acto de resistencia.
A las cuatro de la madrugada del día 25, la caravana, con el aire fresco y amable, levantó la marcha. Cuatro horas después había recorrido ya dieciocho kilómetros. Migrantes que salían de las sombras se sumaban hasta convertirse a los ojos de Carlos Martínez en inabarcables. Cientos de policías federales rondaban amenazantes. En el cielo, helicópteros y aviones seguían el grueso de la caravana que no dejaba de tomar cuerpo. A la noche alcanzarían Tapachula, a treinta y siete kilómetros de Ciudad Hidalgo. Ni todas las amenazas ni la declaración de guerra del presidente más poderoso del mundo, Donald Trump, ha podido con el ánimo de estas miles de personas.
Podría llamarse Dolores o Salvación, o más bien Camino, pero su nombre es Irma. Sus pies tienen llagas del tamaño de un cubo de hielo. En el talón, y en los empeines. Irma salió de El Salvador. Ha recorrido mil ochocientos setenta y un kilómetros. Aún le quedan andar otros tantos miles con sus zapatillas de hule. Todo en ella es ancho. Su cuerpo, incluso su mirada, y no menos la carcajada a cada instante cuando rememora sus muchas penurias. Porque lo que cuenta Irma a Carlos Martínez es la penuria entera de un país que ha dejado atrás muchas Irmas muertas y vivas. Ella es del cantón Llano Las Majadas, en el municipio de Santa Rosa Guachipilín, en el departamento de Santa Ana. Irma se ganaba allí la vida vendiendo tortillas. El 10 de junio de 2017 un miembro de la mara Salvatrucha 13 mató a su pareja. Todo el mundo conocía al asesino. Lo denunció. El pandillero libre supo de la denuncia y la amenazó con quitarle también la vida a ella. Cuando un día vio en la televisión que un sin fín de hondureños huían de su país rumbo a los Estados Unidos decidió unirse a ellos. Tomó un autobús y luego otro y otro. Alcanzó esta caravana justo cuando arrasaba los portones de la aduana guatemalteca de Tecún Umán.
La mirada del periodista Carlos Martínez está ligada a la acción. Acompañó a esta marea de alas rotas para algo más que retratar su éxodo. Sus anteriores trabajos también publicados por Pepitas de calabaza rebelan la verdadera naturaleza de la vida cotidiana en América Central. Estos miles y miles de migrantes, con sus historias mínimas y máximas al mismo tiempo decidieron, como Irma, unirse para salvarse, caminar para poder vivir sin esperar a una muerte diaria.
Viernes 23 de noviembre. Rachel consiguió llegar a Tijuana apretujada en el interior de un furgón que transportaba cuarenta y cinco ataúdes y ciento cuarenta personas. El señor Melena, camionero de profesión y oriundo de Guadalajara, venía saliendo de Mexicali, con su furgón medio vacío, listo para llevar cajas de muerto a una funeraria que las había encargado el día anterior. En la carretera, un grupo de personas le hizo parada: «Me nació del corazón ayudarlos. No todos son malos, hay de todo», le explicó el señor Melena a Carlos Martínez. Compadecido, el señor Malena permitió a los migrantes ordenar los cuarenta y cinco cofres y meterse en el espacio sobrante hasta atiborrar aquella lata inmensa. Ahí iba Rachel, con los ojos abiertos a ratos, tosiendo como todos, serpenteando montañas y planicies hermosas como ella misma. A lo largo de ciento ochenta kilómetros atravesó horizontes de tierra rojiza, páramos infinitos de rocas gigantes, un desierto ruborizado por la luz. Ahí iba Rachel, confiada en el abrazo de su padre, asomada en una manta tibia, apenas audible, mínima, con sus cuarenta y cinco días de edad, viajando sin parar hacia la última esquina de América Latina, donde la esperaba un enorme signo de interrogación.
Irma y Rachel son dos, solo dos, de las decenas de personas que Carlos Martínez describe en su reportaje Juntos, todos juntos. Dos seres de entre los casi seis mil que han recorrido a pie casi cinco mil kilómetros desde que saliera de San Pedro Sula, en Honduras. Durmieron en las aceras de Ciudad de Guatemala; arrasaron el portón de la aduana de Tecún Umán; se convirtieron en avalancha sobre el puente Rodolfo Ro-bles y luego saltaron desde ahí hacia el río Suchiate; se arrastraron pesadamente por Chiapas y Oaxaca, aplastados por el calor y por sus pies desollados; sufrieron la traición del gobernador de Veracruz, que los engañó, prometiéndoles autobuses que nunca llega-ron; enfrentaron su propio caos, su propio hastío, se maldijeron, se enfermaron, fueron una riada famélica subiendo como hormigas la serranía poblana; entraron triunfales a Ciudad de México.
«Desde que se me fue dado el privilegio de llamarme periodista», escribe Carlos Martínez,»me he dedicado a dar cuenta de las herencias más pertinaces que le quedaron a Centroamérica». En las últimas horas, los teletipos de los medios de comunicación alertan de que una nueva caravana de migrantes camina desde centroamérica hacia los Estados Unidos.