Era mediodía de miércoles cuando llamaron a Paulina Mahacha para decirle que Cristina, su hija, estaba desaparecida. Los amigos no sabían de ella desde el lunes en la mañana.
Corría la última semana de abril de 2004, Paulina vivía en Villavicencio, ciudad al este de Colombia, mientras que su hija habitaba un cuarto en un lejano pueblo amazónico llamado Calamar. Al día siguiente, jueves, Paulina se embarcó en la primera avioneta. Al llegar a ese cuarto encontró la ropa, la cama tendida, la ducha con el jabón empezado y todas las posibilidades se le pasaron por la cabeza. La optimista: un secuestro. La nefasta: un asesinato. Antes de desmoronarse, puso la denuncia con las autoridades y enteró a la Cruz roja. El sábado pasó la noche en la cama de su hija.
En esa época, la selva de Calamar era campo de recreo de las FARC, unos 16.000 kilómetros cuadrados. Los municipios vecinos, San José del Guaviare y El Retorno, estaba amedrentados por los paramilitares y el silencio genuflexo de la policía y el ejército.
Paulina se propuso hallar la manera de hablar con ambos bandos. Alguno debía darle razón. Primero dio con un puñado de paramilitares que, fusil al hombro, estaban parados al borde de la carretera en cercanías a El retorno. Llena de valor, Paulina se les acercó. “¿Sabe qué, señora?, le dijo uno de ellos, “cuando le pasa algo a un miembro de la familia se le dice que no joda más, porque le pasa lo mismo”. Paulina sintió una opresión en el pecho. La mezcla del miedo por su propio asesinato con el coraje de una madre que busca a su hija.
Dos días después supo que no hacía falta hablar con la guerrilla. Un investigador de la Defensoría del Pueblo le reveló que, en efecto, los paramilitares habían asesinado a Cristina, inculpándola de colaborar con las FARC al inscribir guerrilleros en el sistema estatal de salud, Sisbén.
Paulina diría diez años más tarde, en 2014, al reportero Juan Miguel Álvarez
– Mi hija no inscribió guerrilleros en el Sisbén. Mi hija inscribió a todos los campesinos, sin preguntarles ¿es usted policía, usted es guerrillero, usted es paramilitar? Ella le dio Sisbén a todo el mundo.
Paulina quería escuchar de los paramilitares por qué habían matado a su hija y que la justicia los condenara. Pero, sobre todo, quería recuperar el cuerpo de su hija. En ese semestre cristina cursaba en Bogotá un postgrado en gerencia hospitalaria. Cada dos fines de semana se desplazaba por tierra entre calamar y la capital, 480 kilómetros que se recorrían en no menos de veinte horas. Recibía clases viernes y sábado. Iniciaba regreso el domingo y pasaba la noche. Al día siguiente madrugaba a terminar el viaje haciendo una última estación en San José.
Cristina telefoneó a Paulina antes de abordar el colectivo hacia Calamar el lunes que la desaparecieron. Le dijo que estaba bien, que en una hora arrancaban, que debía llevar dos ataúdes que el gobierno local le iba a dar a las familias de dos víctimas de la guerrilla. “bueno, mija”, se despidió Paulina, “vaya con Dios”. Lo que pasó después fue que en algún punto de la carretera entre El retorno y Calamar los paramilitares detuvieron el colectivo y se llevaron a Cristina. El primer paso, entonces era dar con el conductor del colectivo.
Paulina supo que se llamaba Guillermo López y le cayó de repente en el estacionamiento de la empresa de transporte. López le mintió diciendo que Cristina se había bajado en El retorno a saludar a una amiga y no se había vuelto a subir al carro. Paulina le pidió que dijera la verdad. Temeroso, López la evadió. Al otro día, Paulina volvió al estacionamiento con la esperanza de que el tipo se compadeciera y contara lo que sabía, pero lo único que consiguió fue que volviera a mentir renovando la versión: Cristina se habría bajado en El Retorno a orinar, se había demorado mucho y él se había cansado de esperarla. Paulina le dijo que sabía que él estaba mintiendo. El conductor se tornó agresivo y se fue. Paulina, empeñada en hacerlo hablar, pidió ayuda a la Fiscalía. Le testimonio bajo juramento de ese conductor dice que a unos tres kilómetros después de haber superado El Retorno una camioneta cuatro puertas se le atravesó en la vía. Cristina iba dormida. Le preguntaron a él por los ataúdes en el platón. Contestó que eran para dos víctimas de los guerrilleros en Calamar. Con insultos, los paramilitares despertaron a cristina. La abrieron la puerta, la bajaron a golpes y le dijeron al conductor que siguiera, que no había visto nada.
Calamar, relata el reportero Juan Miguel Álvarez, tiene unos 10.000 habitantes y hace parte de la ruta para acceder al parque natural del Chiribiquete. A finales del siglo XIX fue levantado como rancho de caucheros y luego como base de cazadores de jaguar. En los años ochenta del siglo XX se pobló de “cocaleros”, cultivadores de hoja de coca y producción de pasta de cocaína. Desde entonces Calamar fue ocupado por el Frente Primero de las FARC que se convertiría en lo más parecido a un Estado.
Esta guerrilla impuso horario para entrar y salir del pueblo y obligó a sus habitantes a limpiar las calles cada sábado. La justicia era medieval: en un almendro al que llamaban “el palo de la vergüenza” amarraban a quien no participara de las “acciones cívicas” o q quien sorprendieran cometiendo alguna falta de convivencia como robarse los plátanos de un solar o dar el primer puñetazo en una riña. Si la guerrilla consideraba que la falta era grave o muy repetida, le decretaban destierro a la persona, es decir: le daban pocas horas para que agrupara a su familia y abandonara el pueblo.
Las lógicas del narcotráfico ordenaban todo. La gente compraba y vendía en dólares, pero cuando estos escaseaban las transacciones se hacían en gramos de pasta de cocaína. Cada negocio, cada tienda, bar restaurante, ponía una gramera a la vista de todos en el que pesaban el alijo. Un pantalón podía costar 18 gramos y las promociones eran del tipo: “lleve dos camisas por 20 gramos”.
Los primeros operativos fueron las acciones para erradicar los cultivos de coca en 1995. Dos años después entraron las tropas de la AUC para organizar un bloque local llamado Centauros. Está probado que más de 200 paramilitares llegaron a la ciudad de San José del Guaviare luego de haber aterrizado en el aeropuerto controlado por las fuerzas militares. Entre los operativos antinarcóticos y las masacres de los paramilitares, el Estado “se hizo a la zona”, es decir, hizo correr a la guerrilla más hacia la selva.
Doña Matha tiene 70 años en 2018 cuando se entrevista con el reportero Juan Miguel Álvarez. Para mantener a sus ocho hijos, cuatro y cuatro, fue necesario cambiar de chacra y elegir muy bien la nueva ubicación. Cuando la tuvieron a la orilla de un río, pescaban. Cuando la levantaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron. Pero hubieron de abandonar cada lugar a causa de la infinita guerra. Cuatro veces se desplazaron huyendo de las amenazas y agresiones de la guerrilla FARC.
Las FARC no solo se llevó sus tierras. También a cuatro hijos. Un puñado de guerrilleros, blandiendo fusiles, entró en la casa en busca de las dos hijas que estaban ya llegando a la mayoría de edad. . era 1997 y las FARC pastaban a sus anchas en las estepas del sur del país, llevándose a los hijos de los campesinos con la mentira de que en su tropa saborearían una vida de poder y dinero. Las dos hijas de Martha se negaron, conscientes de que aprenderían a perder el respeto por la vida de otros y de que se convertirían en calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin consideración de nada, las tomaron de los brazos apara arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Los guerrilleros no dispararon a nadie, pero a los cuatro los amarraron las manos a la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Martha, su marido y los hijos pequeños se quedaron en silencio.
A los pocos días Martha se adentró en el campamento de las FARC y preguntó al comandante alias el Indio. En vez de darle algún dato, le respondió: “yo no doy información”. Después ordenó a dos guerrilleros que llevaran a Martha a un lugar llamado El Broche. Desde allí podría regresar a su casa. Los escoltas con doña Martha avanzaron por entre el monte, pero en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado la desviaron hacia un paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros la pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, los paró llena de coraje. Tenía 46 años, y nunca le había sido infiel a su marido. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar nel cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la ropa. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.
En 2018, el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas de la violencia en Colombia desde 1958. El número es de 262.197 muertos. Su desglose permite alcanzar la atrocidad: el 22% es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública. El 78% de la sangre restante, es decir, 205.005 vidas, fueron personas que no se imaginaron matando a nadie. El reportero Juan Miguel Álvarez resume que el llamado conflicto colombiano “ha sido más que nada, un holocausto de civiles”.
Para saber más
Paulina y Doña Martha son solo dos víctimas que el cronista Juan Miguel Álvarez ilumina en las catorce crónicas que configuran La guerra que perdimos, premio Anagrama de crónica de 2022. El mérito de este joven reportero es múltiple. Su prosa literaria no se consagra al resabido y manoseado enunciado de eslóganes de políticos y caudillos guerrilleros. Juan Miguel Álvarez destapa esa costra de la realidad oficial de Colombia para buscar a las víctimas de carne y hueso, esa selva inmensa de vidas perdidas dentro del país, 205.005 familias. Y la magnitud de la masacre permite redefinir eso que se ha llamado eufemísticamente “el conflicto colombiano” como un holocausto del Estado y las guerrillas de diferente signo contra el propio pueblo colombiano. Las crónicas de Juan Miguel Álvarez están escritas entre 2014 y finales de 2021. Abarcan, pues, el periodo que se conoce en Colombia como el “proceso” del Acuerdo de Paz. El espíritu malherido del país, sale de cada recodo de selva, de cada esquina urbana para tatarear un himno de réquiem, un lamento de duelo de tantos años y ausencias. La guerra que perdimos es un candil que ilumina los rostros, un auscultador que permite oír el respirar quebrado de todo un país en catorce imprescindibles crónicas.
La guerra que perdimos. Juan Miguel Álvarez. Editorial Anagrama, 2022. 270 páginas. 21,90 euros