Entre los dos sumaban 30 años, él dos más que ella; y quince dólares en el bolsillo de él que ella había cogido de casa de su padre. No habían pedido alcohol, pero sí café porque la noche sería larga hasta que llegara el autobús. Ella daría a luz en unas horas, como mucho un par de días, en el Sur profundo, pero en otro Estado.
Entonces la chica blanca, sin atreverse a cogerle la mano, le dijo algo. El adolescente negro la miró hasta que sus ojos se volvieron turbios. Dejó los quince dólares encima de la mesa, cogió su petate y empezó a caminar, rumbo a ninguna parte, lejos.
Finalmente ella dio a luz en casa de la madre de él, una mujer con un vestido y un pañuelo blanco inmaculados. Había hecho más veces de partera, y sabía lo importante de hervir sábanas, el doble giro de la cabeza, las palabras justas a la mujer que no dejaba de gritar en su pequeña casa, en medio de ninguna parte y con su marido, si realmente lo fue, borracho en alguna ciudad del Norte.
Cuando el niño nació, ella no se lo podía creer. “Dios mío, dios mío”, decía mientras lavaba al recién nacido. Entonces la chica blanca sacó de debajo de la almohada el único objeto de valor que se había llevado de casa de su padre –un cuchillo – y se lo hundió con precisión entre dos vértebras, por encima de los hombros. La partera se desplomó y el niño cayó al suelo, rompiéndose quizás algo. Poco importaba.
La madre envolvió a la criatura en una sábana limpia, y sujetándolo por los pies le hundió la cabeza en un balde de agua. No podía verlo. No podía oírlo. No lo tocaba. Así era más fácil. Cuando ya no se movió más, dejó el bulto a un lado, buscó su cuchillo y prendió fuego a la casa.
Fuera, mientras, las vigas ardían sin estruendo ni casi ruido, se dio cuenta de que se había dejado los zapatos dentro. Daba igual. Tampoco vivía tan lejos de su padre, aunque el camino estaba sembrado de ortigas.
Se presentó al alba en el porche,con un pequeño bulto en brazos y el cuchillo entre la ropa. Su padre la oyó llegar y abrió la puerta, bloqueando el umbral. “Padre, acógeme”, susurró. «Aquí no queremos basura negra”, masculló él.
“Es blanco, padre; blanco como tú y como yo, padre, como yo y como tú. Mira tu boquita, tus pómulos,….”