El mar mediterráneo se ha cobrado la vida de millares de naúfragos que quisieron llegar a la opulenta Europa. Con sus rostros, también han quedado hundidas las historias de estos migrantes. La periodista Léna Mauger se propuso sortear este mar de olvido y seguir el rastro de los supervivientes de la mayor hecatombre humana ocurrida en aguas del mediterráneo. El 18 de abril de 2015 casi 900 personas se hundían cuando en una embarcación pesquera chocaron contra un carguero que trataba de socorrerles. Esta es la investigación que nos permite conocer a Omar, Hassan. Kalifa, Samba, Makan.
Las playas libias de Garabulli, Zouara, Sabratha, Zaouia, Zliten parecen corales blancos en medio de un mar de uvas negras. Entre sus embarcaciones destartaladas se dispersan pequeños angares donde se ocultan cientos de Omar, de Hassanes, de mujeres con sus hijos. Han llegado aquí desde los lugares más lejanos. Han sorteado toda clase de peajesa miles de kilómetros de aquí; han pagado a pasadores egipcios y lo han hecho para pasar el temible mar mediterráneo y llegar a las costas de Italia. Han tenido que mal trabajar para pagarse el último billete. Las estrellas que ululan en la bóveda celeste quieren que sean las de su suerte. Algunos ven el mar por primera vez en su vida.
Playa de Garabulli, al este de Trípoli. Un descascarado pesquero, sin matrícula, sin nombre. Apenas 21 metros de eslora y 8 de calado. Debió haber surcado las aguas africanas con 15 pescadores a bordo durante cuarenta años. O quizá un siglo. Los pasadores agrupan a la gente que espera pasar al otro lado. Sus gritos rasgan la noche del 17 de abril de 2015, viernes. 23.30 horas. Algunos camiones han dejado en la arena de la playa a decenas más. Omar, venido desde Mali es empujado en un grupo y subido a la cáscara de barco sin nombre. Arremolinado para hacer sitios a las decenas que entran tras él. La cáscara se mueve en un intento de zafarse con el impulso de las olas de las casi 900 personas que lleva en sus lomos.
Hassan Kasan mira a la camarilla que organiza el embarque. Apenas llegan a la treintena. Son árabes, libios a mayoría. Llevan armas y amenazan con ellas a los pasajeros. Les han quitado sus móviles y, por supuesto, el dinero que llevan en ese momento encima. Curioso ejército de pasajeros que se somete a ser expoliado a cambio de un futurible. Qué trasacción más capitalista, digna de las bolsas de las principales bolsas europeas. Salvo que las 900 personas que ya están a bordo del barco sin nombre ponen su vida en esta operación. Un millón de personas antes que ellas también llegaron a las costas europeas. Un millón de operaciones. Si Europa solo admite las trasacciones, este pasage de 900 personas a bordo de una cáscara, ha decidido aceptar las reglas del mercantilismo europeo y ser ellas mismas mercancía para así poder ser aceptadas por el opulento occidente. Y ahí zarpa bamboleando al capricho de las olas negras su zampa el barco construído para albergar a 8 pescadores con 900 almas a bordo. La playa de Garabulli aún desprende aromas de especias que parecen perseguir a los asustados tripulantes del barco sin nombre.
Apretujado entre la sala de máquinas y el puente del barco donde le han ordenado «los árabes» que se asiente, Hassan Kasan piensa en sus tres hijos, Siam, Siab y en el recién nacido Habib; en su esposa Salma. Se quedaron en Bangladesh. Llegó a Trípoli hace meses. Los pasadores le habían prometido un empleo como barrendero. Hassan no leía los periódicos, no veía los canales de televisión. No sabía, por tanto, que toda Libia, y aún más su capital, son un sangrireto escenario de ajedrez donde las piezas negras y blancas de las milicias se hacen con los peones indefensos. Tuvo que trabajar sin salario en un taller que más bien era una cueva donde no vio el sol durante semanas. Europa, europa. Fue vendiendo lo que tenía para pagarse el embarque furtivo: el reloj… las sandalias. Lleva lo único que tiene: unos pantalones vaqueros y una camisa clara. Es toda la dote que puede dejar a sus hijos, salvo la esperanza de llegar a Europa.
– La noche ha sido tranquila
Le dice un compañero a Sergio Mingrone que acaba de sumarse al turno en el centro de coordinación de socorro marítimo en Roma. Una pantalla de tres metros de altura muestra en tiempo real el tráfico marítimo en todo el mar Mediterráneo. En una mesa doce teléfonos grises y rojos en fila. Son los teléfonos que responden al 15 30, el número de socorro que conocen todos los marineros. Las noches para Mingrone son como una caja de pandora donde se agitan las olas de un mar temible. Cómo saber si esas lucecitas rojas del panel indican con su irreverente parpadeo la llegada de la mayor catástrofe que Sergio Mingrone vivirá en su vida. El levanta esos teléfonos, escucha las voces pidiendo auxilio, recoge la localización. A sus cincuenta años, este napolitano, de pelo ya caso y corto, sabe que «una muerte es una derrota y una vida, una victoria«.
Un sol que parece apiadarse de los hacinados tripulantes se cuela entre un mar de algodonadas nubes de color fucsia. Con una carga tan colosal el barco apenas avanza. Una brisa tímida parece querer ayudarle. Decenas de mujeres y niños apenas soportan las naúseas del balanceo. Omar el maliense rememora su odisea que no es tan parecida a la de estas 900 personas. Esperó 40 días en un hangar de la playa de Garabulli, tratado «peor que un animal» por los guardas libios encargados del embarque. Huérfano a los 16 años, atravesó el desierto desde Argelia a Libia en busca del dinero que. Disparado en trípoli, fue encarcelado. en la cárcel desnudaban a los presos, obligando a bailar a los hombres mientras las mujeres eran violadas. Al de tres meses le enviaron a la playa de Garabulli: «morirás en la mar». Algunos pasajeros tienen alguna chocolatina, un trozo de pan desmigado, para el largo viaje. Pero la gran mayoría ya acusa la sed y el hambre. Omar se fija en el patrón que guía el barco: grande y moreno; el otro más pequeño, baja cada cierto tiempo a la sala de máquinas para cerciorarse de que aún funciona.
Son las 19:37 horas y suena uno de los teléfonos. Mingrone apenas oye una voz débil: «nos movemos».
– Deme su posición! localice su posición con el teléfono móvil y digámela!
la línea se corta. Algunos minutos más tarde:
– Deme su posición número tras número.
– Posición?
– Sin su posición, nada puedo hacer por ayudarle.
– Rescate!!!
Nuevas llamadas, hasta que desde el barco sin nombre se envía su posición, su lejana lejana posición: 33º 51´ 55´´ norte 14º 26´13´´ este. A 112 kilómetros de Libia, a 180 de Malta y 209 de Lampedusa, en Italia.
Mingrone se ha convertido en un capitán de un barco, su sola sala con el panel en tiempo real del tráfico marítimo en el Mediterráneo, a la deriva. Es un barco también más que si nombre, sin dinero. El centro de salvamento recibe año tras año más recortes presupuestarios. La prioridad del gobierno italiano ha virado 180 grados al sur casi de la indiferencia. De invertir 9 millones euros mensuales y nueve naves de socorro para la operación «mare Nostrum», cuando Mingrone cuelga el teléfono, sólo dsponene de 2,9 millones, siete embarcaciones y tres veces menos de personal. Migrone localiza en el gran panel al carguero Kin Jacob de 143 metros de eslora; viene de Palermo. Su capitán, Ambrouise A.Abdullah ordena virar 200 grados su ruta y llevar a toda máquina el enorme carguero: en dos buenas horas conseguirá llegar en auxilio del barco sin nombre y sus 900 tripulantes…