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La sonrisa de Amritsar (I)

Karles Palakis 24 octubre, 2016     No Comment    

Observo el vasto paisaje de la sabana india del rajastán. A través de la ventanilla, la campiña salpicada de setos y árboles de baja altura se hace inmensa, inescrutable a la vista. El ruido mecánico del tren avanzando añade un efecto narcótico a la visión de un paisaje apenas variable. A veces se observa un pequeño trozo de terreno expoliado a la naturaleza para el cultivo. Aparecen varios campos de cereal donde los surcos de la maquinaria han dejado su huella machacando los altos tallos que en esta época se encuentran ya muy crecidos. Me dirijo a Amritsar, la ciudad que en hindi, significa estanque del néctar de la inmortalidad.

Seis horas largas separan el trayecto que la une con Nueva Delhi. He salido de la vieja estación de ferrocarril de Delhi a las siete y media de la mañana. Atrás he dejado una habitación de hotel en la que hacían su agosto las cucarachas. Y es que en la capital de la India, fuera de los grandes hoteles, cuesta encontrar un sitio normal donde dormir por un precio ajustado. La ciudad se encuentra tragada por la basura. Es algo que se puede ver, en todos los sitios. Hasta en el centro de Nueva Delhi, en lugares emblemáticos, pulcros y limpios a simple vista, como la casa de Gandhi. Limpiados y saneados hasta la saciedad para mostrar una cara agradable y renovada de la India: la que no asusta al extranjero, la que quiere recibir la mirada del inversor y del turista. Pero la suciedad está por todas partes, oculta, camuflada bajo un aparente orden; uno tiene la sensación de que si levanta una baldosa, aparta un cubo o mueve una mesa, la inmundicia saldrá a la luz, como el monstruo que yace bajo el pavimento. Oculta en ciertos distritos de relevancia, explícita y sangrante en la mayoría de lugares donde la gente se ha acostumbrado a vivir con los detritos y quema basura para calentarse.

Recuerdo haber tenido la noche anterior una experiencia sórdida y deprimente en la habitación antes de ir a quejarme al recepcionista,(que casualmente era el dueño) de las cucarachas que había encontrado. No podía dormir por el calor y la excitación previa al viaje. Y tumbado y aburrido en la cama como estaba, las había visto. Dos cucarachas, medianas, no especialmente grandes, pero la visión del movimiento articulado  de sus antenas unido a la austeridad del cuarto y la débil luz amarillenta que colgaba tristemente del techo, habían provocado en mí una sensación de agobio, de recuerdo de La Metamorfosis kafkiana, y por ende, de hundimiento en un microcosmos miserable del cual tenía que escapar. Después de conseguir que me cambiaran de habitación, salí a la calle para encontrarme con el caluroso y abarrotado ambiente nocturno de Paharganj; la zona por excelencia de los mochileros y de los extranjeros que no tienen dinero suficiente como para ir a Connaught Place. Bloques de edificios viejos con llamativos carteles de luces multicolor, casas sobre comercios, comercios sobre antros, bares, pequeños restaurantes y puestos de comida, tendidos eléctricos que son un amasijo de cables imposibles de desenmarañar. Y en mitad de todo ello, no dejo de preguntarme ¿dónde viven los indios? En toda esta urbe comprimida de mininegocios y tiendas ¿dónde están las casas de la gente corriente? ¿Por dónde entran y salen? Me resulta difícil localizar sus viviendas en este inmenso hormiguero humano. Sofocado por el calor de la noche urbana, me animo a pedir un zumo de unas frutas verdes parecidas a la lima, en un puesto de un hombre delgado. A sus pies se amontonan las cáscaras que va desechando a medida que exprime manualmente el jugo con su máquina. Este es uno de los miedos principales que asalta a cualquier extranjero que pone sus pies en la India: beber las cosas que los indios beben, y sobre todo, usar sus vasos o tazas teniendo que confiar en la higiene de quien los lava. Pero este es un miedo que yo ya había ido superando desde mi entrada en el país, a pié, cruzando la frontera con Nepal y bebiendo zumos y lassies en cada sitio en el que paraba. Lo más extraño de todo es que siempre he sido una persona escrupulosa, pero en algún momento dado del viaje decidí probar y la realidad se encargó de demostrarme que soy más curioso que precavido.
Después del zumo, pedí una botella de agua y me volví a mi nueva habitación. Durante la noche, logré ver una cucaracha, pero tuve que resignarme. En una ciudad dominada por la basura, ellas y las ratas son sus inquilinos naturales.

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Son cerca de las nueve y media y continúo mirando el horizonte. Conforme el tren gana terreno al territorio, resulta fácil retrotraerse al tiempo de los grandes rajás y las cacerías reales del tigre, cuando éste dominaba la estepa y la sabana india. Muchos de estos pasajes de la historia son motivo de telares, tapices y cuadros que a menudo pueden verse en los palacios, fortalezas y comercios a lo largo y ancho del país. Más tarde, bajo el colonialismo británico, el tigre vio amenazada su existencia como especie debido a las grandes batidas y la caza desmesurada y abusiva que personajes como el cazador conservacionista Jim Corbett, llegarían a denunciar. En este caso, la historia tuvo un final feliz para con el tigre. Hoy en día, el parque nacional que lleva su nombre, el Jim Corbett National Park, cerca de la ciudad de Ramnagar, alberga uno de los proyectos más importantes de conservación del tigre de bengala.

Viajo en primera clase. Normalmente suelo hacerlo en segunda, una categoría más que suficiente para sentirme cómodo entre trayecto y trayecto. Pero en esta ocasión quería comprobar cómo era la primera clase en los ferrocarriles de la India. Un país con un pasado colonial y clasista bajo el Raj británico y un sistema de castas y clases sociales que aún pervive en la actualidad. Quería ver qué es lo que ha quedado de todo eso en el principal medio de transporte del país, ver su impronta, la huella de ese pasado.

A mi izquierda, al otro lado del pasillo, se encuentra sentado un joven que no llegará a los treinta años. Su piel es de un color moreno oscuro, de rasgos marcados y ojos grandes pero distraídos. Todo en él ofrece un aspecto de distraído, como si estuviera en una situación de impasse en el mundo, esperando a que discurra el tiempo hasta poder emerger de nuevo a la realidad. Observo que lleva un móvil de última generación al que mira cada poco rato, pero con desinterés, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Lleva conectados unos auriculares, aunque es difícil saber si en realidad está escuchando algo a juzgar por su mirada de tedio. Me pregunto lo que le habrá costado ese móvil y su llamativa ropa a la moda occidental. Tampoco puedo evitarme el interrogante acerca de cómo se ganará la vida o si es un hijo de algún rico empresario. De repente, alguien irrumpe en el vagón. Se trata del servicio de desayuno. Un hombre y una mujer en uniformes azules con un carro similar a los del catering de cualquier compañía aérea. Sin tanta amabilidad extrema ni regalo de sonrisas como las de los asistentes y azafatas de vuelo, la mujer deposita una bandeja metálica enfrente de mí y me pregunta cortésmente si deseo té. Le respondo que sí. Me apetece un té con leche, un gusto que adquirí hace tiempo, de mi estancia en Inglaterra.

La leche aquí la sirven cerrada, en envases de plástico, para evitar las bacterias. Acompañan el desayuno diversas mermeladas, pastillas de mantequilla y miel, un brioche, varios nan: unas tortas de harina integral con las que dar cuenta del recipiente que contiene una especie de estofado en salsa roja, y como no, el acostumbrado yogur natural. Dos asientos más adelante, se sienta una familia acomodada. Ocupan dos filas enfrentadas con una mesa que las separa. Es un pequeño salón familiar. El hombre es circunspecto, parsimonioso en sus escasos movimientos. Se concentra en el periódico. Sin embargo, la mujer irradia una mayor energía, se ve que es la que tiene la relación con los niños: tres en total. Lleva un sari verde, no demasiado llamativo, y no deja de hablar con lo que parecen ser sus dos criadas. Al fondo, cercanos a la puerta del compartimento, diviso dos hombres de mediana edad. Corpulentos, de mandíbula amplia y nariz aguileña y prominente, deben ser panyabís. Sentados el uno al lado del otro, no han cruzado palabra en todo lo que llevamos de itinerario. Un ruido chasqueante que proviene de mi izquierda me llama la atención. Se trata del joven occidentalizado. Quizá debido al aislamiento de los auriculares no se da cuenta del ruido exagerado que hace al masticar las tortas de harina. Aunque puede ser que en esta zona, masticar literalmente como un cerdo, no se considere una falta de educación, como en la cultura a la que estoy acostumbrado. Bajo la persiana de la ventanilla para evitar la luz solar de la mañana que ahora resulta cegadora. Todavía quedan unas tres horas hasta llegar a mi destino. Creo que después de que pasen a recoger los restos del desayuno, voy a tratar de dormir un poco.

Lo malo de viajar en un transporte sin litera es que el sueño se ve interrumpido constantemente. Es un sueño intermitente que pasa de la vigilia a lo irreal sin que uno tenga verdadera consciencia del tiempo. A veces te despierta el trasiego de los pasajeros por el pasillo, otras veces el revisor, o se abre la puerta del compartimiento y entra entonces el ruido sordo de la maquinaria rompiendo la paz del vagón y de los que viajamos durmiendo. Pero en este caso, yo me había despertado por otra razón; la del murmullo y la leve agitación que se genera en el ambiente previo a algún acontecimiento. Una especie de nerviosismo calmado que acaba traspasando la piel y pone en guardia a la consciencia, haciendo que uno despierte. La familia delante de mí se encuentra ahora preparada, con todas las maletas y equipaje de mano recogidos en torno a ellos. Los dos hombres que viajaban juntos han desaparecido. El joven a mi izquierda no deja de hablar por el móvil a la vez que escruta por la ventanilla como si tratara de identificar a alguien. El compartimento se ha llenado de gente. Aparecen nuevas caras entre los asientos que juraría no haber visto en todo el trayecto. Es como si hubiesen estado ocultas, como semillas enterradas que hubieran brotado de repente en flor. Entre ellas, un par de hombres con sus altos turbantes negros de sij y sus barbas bien pobladas. Noto que el tren está disminuyendo su velocidad. A través de la amplia ventana observo que estamos entrando en la estación de destino.

Afuera, la calle arde bajo un sol que está en su cénit. Durante un momento, se produce un extraño silencio en el vagón que parece afectar a todo el tren. Es como si en su interior la vida se hubiese suspendido y los de dentro miráramos extrañados al exterior, al bullicio y la agitación que hierve en los andenes de llegada. Hasta que el tren se detiene por completo. Súbitamente se abren las puertas de los coches y el ruido y el tumulto irrumpen contagiando con su energía vital a los viajeros. Todos se apresuran a las puertas. Es la reacción natural del viajero indio. En las clases inferiores, como tercera o sleeper, esto supone un problema, ya que los vagones suelen estar masificados y el tren para el tiempo justo en estaciones intermedias, con lo cual, todos se amontonan tratando de asegurar su salida. Perder tu destino puede conllevar un grave problema teniendo que pagar una multa si te pilla el revisor sin billete para un trayecto posterior. Amén del problema que puede suponer para alguien sin recursos el tener que buscarse la vida para regresar a la ciudad a la que se dirigía. Pero esto, obviamente no ocurre en primera clase, donde la ocupación es más bien escasa. Me doy cuenta de que lo único que he conseguido encontrar de ese pasado señorial y jerárquico que buscaba, es el rito del té, costumbre que perdura en el ferrocarril. Eso y la persistencia de las grandes diferencias sociales. Los nuevos ricos siguen estando ahí, quizá no haciendo tanta ostentación, más integrados en apariencia con el resto de las clases, pero fácilmente perceptibles para cualquiera.

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Espero en el vagón a que salga toda la gente. No tengo prisa. Deben de ser cerca de las doce. El joven del móvil también se ha quedado a esperar. Puede que no haya logrado encontrar a la persona que parecía andar buscando. Caigo en la cuenta de que no sé cómo llegar al templo dorado. Así que aprovecho y le pregunto: — ¿Perdone, cómo hago para llegar al templo dorado?
— Mmm….mejor preguntar en la ciudad. Yo no sé decir bien — responde en un inglés muy justo.
— Está bien. No se preocupe. Gracias.
Me dispongo a salir cargando mi mochila a la espalda. — Tu camiseta me gusta. Es muy cool — dice con una amplia sonrisa — es Skater, ¿verdad? ¿Tú eres skater?
— No. Y la verdad es que no tengo ni idea de patinar.
El asiente con un gesto y sale por delante de mí. Soy el último en abandonar el vagón. A la salida, el ambiente de la estación es el mismo que he ido viendo en las diferentes ciudades. Abarrotada de porteadores, algún mendigo y cientos de familias y personas, sentadas o tumbadas en ambos andenes, esperando la llegada del tren. Me veo obligado a ponerme las gafas de sol. La cantidad de luz satura mis pupilas. Es casi tan intensa como en Egipto, donde la luz solar es amplificada al ser devuelta por la arena blanquecina de su tierra, de sus dunas y de las fachadas de sus edificios. Para alguien no habituado puede resultar insoportable. Tras seis horas largas encerrado en un coche con aire acondicionado, el sofocante calor me vuelve a recordar donde estoy. Acabo de llegar a Amritsar. La emblemática ciudad del templo de oro.

 

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Autor: Karles Palakis

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