Mientras la fachada de la casa de enfrente está a unos diez metros de la mía, y la casa de enfrente está copada de ventanas con las persianas bajadas o subidas en distintos grados de gravitación, y las cortinas abiertas o cerradas o entornadas; yo las miro desde la mía, que también está en las posiciones descritas. Yo, un mástil que sostiene un cuerpo que no sale más que a por el pan y a tirar la basura en el contenedor.
Ventanas, epígrafes de un cielo; mejor dicho, de una señal larga y estrecha que veo desde la mía más baja. Pero ahora no estoy en la ventana, bueno, sí, porque al retirarme he cogido un artículo que había apartado del periódico del día (vale, también salgo a por el periódico) para leer el titulado La ventana de Olga Tokarczuk, la misma a la que dieron el Nobel 2019.
Así que no estoy en la ventana, pero estoy en La ventana, desde la que ella ve una morera blanca y piensa que no padece el confinamiento, ni sufre por no encontrarse con la gente porque cree que “ha habido demasiado mundo. Demasiado, demasiado veloz, demasiado ruidoso”. Luego vuelvo a mirar por mi ventana, mientras La ventana se ha desprendido de mis manos (pudiera decirse como lámina de un papel pintado se despega de una pared húmeda) y mis ojos se clavan de nuevo, en las ventanas de la fachada de enfrente, mirada que las junta para que cada una de sus partes quede reducida al espacio que funciona integrado en los ojos que mira.
Y los ojos ven una bandera de fondo blanco con rayas azules y un sol encuadrado en el ángulo superior izquierdo. Y ven que los rayos de sol descansan sobre los alféizares de otras ventanas, y que por debajo hay otras de cristales sucios (en uno está pegado un papel blanco que pone SUBASTA PÚBLICA y una fecha que ya ha pasado) y otras con banderas colgadas de un club de fútbol que no ha podido jugar la final de copa, y que se descuelgan como el velo de un paladar que no ha podido saborear guturales triunfos.
En ocasiones abro mi ventana, saco el torso por ella, y aspiro profundamente con la pituitaria una raya de cielo que algunas veces es azul o gris o (sobre todo al amanecer) gris blanco.
Ya lo sabéis: me asomo y desasomo (aplico la forma del verbo que expresa la única, casi, acción que desentumece mi cuerpo blanquecino, mi cuerpo de guardia, mi cuerpo legal, mi cuerpo simple, mi cuerpo de boya fondeada a la que se amarra otro distinto). Es entonces cuando pienso en Jeff, el hombre de La ventana indiscreta de Hitchcock, aunque no tengo la pierna rota, ni escayolada, pero si ese vouyerismo que todos (creo) tenemos dentro (sin necesidad de que el jefe Bujana de la Ertzaintza nos diga que tenemos que hacer de polis en estos días de confinados, denunciando a los vecinos que no cumplan las normas).
Yo me conformo con leer a Simenon, a seguir los pasos de Maigret cuando me tienta seguir los pasos de algún solitario que de repente aparece por las aceras de mi calle, a ser un comunicante anónimo que telefonea a Louis, un inspector de Montmartre que le da pistas sobre diversos delitos.
Hoy es sábado, día 2. Podemos salir a correr, a andar en bici, a hacer gimnasia al aire libre, pasear (eso sí, una hora). Parece que todavía es peligroso ese bichito que apenas mide cienmillonésimas de milímetro, o 120 nanómetros. Yo saldré al muelle. Hablaré con las gaviotas. Quizá les importe mi empleo del tiempo estos 49 días que no me he sentido agredido por la extroversión de muchos (que me perdone la Tokarczuk por coger una expresión tan de ella, pero es que la siento tan de mí).
Mi tiempo (creo que ha quedado claro) lo empleo en mirar por la ventana. Podría ser James Stewart, pero no lo soy y como esto de ser es existir o estar en un lugar, me sucede que de esta situación se desprende algún poema como de la madera el serrín, siendo el suelo su lugar adecuado:
Ese momento
Esa madera echada al náufrago
Esa pluma de águila tirada en el suelo
Ese polen de altura que cae
Esa memoria detenida
Ese cernícalo que mira dentro
A la espera de su rapiña.
Mientra tanto “Las ventanas en el despacho de Maigret, estaban de nuevo abiertas sobre el aire estremecido del exterior…”, y es que la gente asomada a las ventanas aplaude.