
Cuando el tren se fue acercando a Orduña yo miraba continuamente por la ventanilla la pétrea frontal de la sierra Salvada; lo que se veía de ella no era más que las estribaciones donde los prados, inusualmente verdes para el mes de agosto, iniciaban la ascensión, lo demás, ese frontispicio de roca que sentaba los pilares de lo que sería la crestería, estaba oculto por la niebla espesa y la nube baja. El cielo descendía con sus túnicas talares y tapaba las extremidades del gran cuerpo de tierra que se elevaba oculto hasta una altura de gigante.
Cogí la carretera de Lendoño pensando que hoy no podría subir a la sierra. Esta carretera serpentea el valle donde la visibilidad era buena. Hay aproximadamente una hora hasta el siguiente sendero que empieza a subir hacia la vaguada del Tolongorri. Si se levantaba la niebla empezaría el ascenso, sino me quedaría por abajo hasta el día siguiente.
Andando comprobé que se dejaba ver, poco a poco, la vertiente oeste del monte, el perfil se iba delineando en el aire y pensé en la emoción que pudieron sentir lo hombres de otros tiempos cuando la larga falda de una mujer se subía y dejaba ver los tobillos, las pantorrillas, los muslos. De esta manera me alegré cuando fueron descubriéndose los picos de la sierra. Uno de ellos apareció de súbito, con una forma de proa de barco. Decidí iniciar la subida.
Ahora estoy en una majada de cabañas de pastores, en el umbral de una me quedaré a pasar la noche. El pastor llegó, primero me echó una mirada recelosa cuando me vio acariciar a su perro, luego charlamos y me ha dado permiso para quedarme. A veces se turna con otro de la familia, pero desde mayo está por estas alturas de más de 900 metros para cuidar las ovejas del lobo. Palabras antiguas –ovejas, lobos- , costumbre ancestral. No puedo evitar que me suenen raras, con tono de cuento en mis oídos.
El tiempo está juguetón, tan pronto se abren claros, imprimiendo redondeles de sol en las hierbas, en lo hayedos y robledales, como se cubre por entero con un gris blanquecino de pared de hospital. Los miopes pestañean continuamente. También el cielo abre y cierra sus párpados.
Cuando apareció un azul de filo que fue cortando el romo embotamiento del cielo, recorrí una parte de sierra Salvada, desde las cabañas de Yturrigorri hasta el monte Txarlazo, hay en la punta de este monte una inmensa figura de piedra que es la virgen de la antigua.
Andar por el almenaje de estas montañas supone para mí recuperar sensaciones que trataré de describir. Libertad es la primera. Andar más de dos horas, con leves subidas y bajadas, sobre mil metros de altura es recuperar las alas que uno perdió como un miembro más de la evolución humana. Siempre las aves nos han transmitido impresión de libertad y belleza aunque la realidad sea otra. La majestuosidad del águila, del buitre, dejándose llevar por las corrientes del aire, de las gaviotas planeando sobre las olas son traslaciones de nuestros ojos mediante analogías, sentimientos que trasladamos al objeto que vemos, a un vuelo cuya única finalidad es divisar cualquier animal muerto para hincar el pico en sus entrañas después de desgarrarlo con sus garras, o vislumbrar gusanos y peces muertos en el agua.
Generalmente son gravosos nuestros pasos por la vida, emocionalmente alguna vez nos elevamos a la altura de un enamoramiento, a la felicidad de lo querido conseguido, nos henchimos en las jaulas cuando tocamos todos esos lados buenos que como personas poseemos, como dar nada a cambio son palabras que califican una amistad. Pero siempre retornamos a nuestra condición física de bípedo atado a la tierra.
No puedo decir más, andando las sensaciones son muchas pero vuelan como la brisa de aquí arriba, como los buitres predatorios cuya vigilancia para comer es bella. Son impresiones que no se formulan en pensamientos, el pensamiento necesita palabras y las palabras son briznas que se elevan y desaparecen. Sólo la intuición de libertad es la perdurable, la que se materializa en pensamiento como las piedras que tachonan estas alturas, y que se hermanan con las pequeñas nubes blancas que salpican el cielo.
Al final vuelvo a la vaguada con sus cabañas de pastores. Extiendo la esterilla, me echo en el prado. Cierro los ojos. Los cencerros de las vacas repiquetean entre los árboles. Como un rebaño de ángeles tocando sus instrumentos.