«En diciembre de 1962 la suerte me sonrió. Llegué a un acuerdo con la editorial Sovietski pisátel para publicar mi libro más querido: Sofia Petrovna. Es una novela sobre el año 1937, escrita en el invierno de 1939-1940,inmediatamente después de haber pasado dos años haciendo colas en la cárcel. No me co-rresponde a mí juzgar cuál es su valor artístico, pero su valor en cuanto a testimonio sincero es incontestable. A día de hoy (1974) todavía no conozco una sola obra literaria escrita en prosa sobre 1937 aquí y entonces.
¿Acaso existe, escondida en un cajón, y aún no ha llegado hasta nosotros? Esperemos…
En mi novela traté de reflejar el grado de envenenamiento de una sociedad por medio de la mentira, sólo comparable con el envenenamiento con gases tóxicos por parte de un ejército. Como protagonista no escogí a una hermana, ni a una esposa, ni a una amante ni a una amiga, sino al símbolo mismo de la devoción: una madre. Mi Sofia Petrovna pierde a su único hijo. En una realidad deliberadamente distorsionada, todos los sentimientos, incluso el materno, están distorsionados: ése es mi planteamiento. Sofia Petrovna es una viuda; su vida es su hijo Kolia, al que han detenido y enviado a cumplir sentencia en un campo; lo han declarado «enemigo del pueblo». Ella, acostumbrada a creer en los periódicos y en las autoridades más que en sí misma, cree al fiscal, que le ha dicho que su hijo «ha confesado sus delitos», lo que le ha valido una sentencia de «diez años en un campo remoto sin derecho a correspondencia». En su fuero interno, sabe con certeza que Kolia no ha cometido, ni habría podido cometer, ningún crimen, que es leal hasta los tuétanos al Partido, a su querida fábrica, a la persona del camarada Stalin. Pero si creyera en sí misma, y no en el fiscal ni en los periódicos, entonces…, entonces…, el mundo se derrumbaría, la tierra se hundiría bajo sus pies, quedaría reducido a enizas ese bienestar espiritual en el que se sentía tan cómoda viviendo, trabajando, aplaudiendo… Y Sofia Petrovna intenta creer a la vez al fiscal y a su hijo, y en ese intento pierde el juicio. (En realidad, yo quería escribir un libro sobre una sociedad que enloquece. La desdichada y trastornada Sofia Petrovna no es en absoluto una heroína lírica; para mí es la imagen arquetípica de aquellos que creyeron de verdad que lo que pasaba era racional y justo. «En nuestro país no se mete a la gente en la cárcel porque sí». Si pierdes esta certeza, no hay salvación; no queda sino ahorcarse).
Sofia Petrovna es incapaz de integrar lo que ha visto y experimentado, y es imposible reprochárselo, porque para el cerebro de una persona normal lo que estaba sucediendo presentaba el aspecto de un disparate conscientemente planificado… ¿Cómo comprender un caos instaurado exprofeso?
Y, además, la gente estaba ola, cada cual aislado de los demás por un muro de miedo. Abundaban las personas como Sofia Petrovna, se contaban por millones, pero cuando de la conciencia del pueblo se sustraen los documentos, toda la literatura, cuando la verdadera historia de décadas enteras se sustituye por otra ficticia, cada individuo queda abandonado a su suerte, a su experiencia personal, y su mente funciona por debajo de sus posibilidades.
Durante muchos años sólo existió una copia de mi novela: un grueso cuaderno escolar, escrito con tinta lila. No podía guardarlo en mi casa, pues a mis espaldas acumulaba ya tres registros y la confiscación de todos mis bienes. Un amigo dio cobijo a mi cuaderno. Si lo hubieran descubierto en su casa, su depositario habría recibido un castigo ejemplar. Un mes antes de la guerra viajé de Leningrado a Moscú para someterme a una operación. Mi amigo se quedó allí, no lo reclutaron en el Ejército debido a una enfermedad y, según supe después, mientras me encontraba en Taskent murió de hambre durante el sitio de Leningrado. En la víspera de su muerte, le entregó mi cuaderno a su hermana: «Devuélveselo, en caso de que sobreviváis las dos»
Y aquí estoy, viva, y tengo mi cuaderno en las manos. Y murió Stalin, y se celebró el XX Congreso, y entregué el cuaderno para que me lo mecanografiaran, y mis amigos leyeron la novela. Y después del XXII Congreso, en septiembre de 1962, la propuse para su publicación a la editorial Sovietski pisátel; todo conforme a las reglas, todo como es debido: después de dos informes favorables, en diciembre la obra fue aprobada y aceptada, y firmamos el contrato de edición. En enero de 1963 me pagaron el sesenta por ciento de mis honorarios; en marzo, me enseñaron las ilustraciones preparadas y aceptadas por el departamento de Diseño. El manuscrito estaba a punto de ir a imprenta y convertirse en libro. ¡Un milagro! Veía que la editorial apreciaba mi novela, que congeniaba con ella y conmigo. Las jóvenes correctoras, al leerla, lloraban, y todas me pedían un ejemplar para su madre o su marido; la ilustradora realizó su trabajo con una rapidez insólita. ¡Sí, pero no sólo eso! La propia camarada Valentina Mijáilovna Kárpova — editora jefa y mano derecha del director, el camarada Nikolái Vasílievich Lesiuchevski —, esa misma Kárpova de quien hasta aquel momento de mi trayectoria literaria sólo había oído refinadas groserías, me dirigía ahora bruscos cumplidos. Lo único que me pidió la editorial fue que escribiera un prefacio. Así lo hice. Los elogios que derrochaban hacia mí, sinceros o no, eran del todo comprensibles. La presteza con la que leyeron mi novela, la valoraron y la prepararon para enviarla a imprenta, también. ¡Faltaría más! Al fin y al cabo, se había descorrido la cortina del «culto a la personalidad», el cadáver de Stalin se había sacado del mausoleo, y todos los periódicos, revistas y editoriales se veían obligados a «hacerse eco», por poco que fuera, de la «revelación de las masivas infracciones de la legalidad socialista» mediante artículos, relatos, poemas, nouvelleso novelas. ¡Y vaya si lo hicieron! Kárpova lanzaba profundos suspiros de compasión al hablar del difícil pasado, sabiamente denunciado a tiempo por el Partido, un pasado que nunca volvería, y del «restablecimiento de las normas leninistas en la vida del Partido». (Como si las normas de la vida fuera del Partido se hubieran respetado siempre de manera escrupulosa).
, de repente —algunas personas lo percibieron antes; yo, con claridad, en 1963—, a nuestro alrededor, cada vez en mayor cantidad, empezaron a circular rumores alarmantes. «Arriba» se había producido un cambio de rumbo, reinaba el descontento: la literatura profundizaba demasiado en las «consecuencias del culto»; era preciso hablar de los logros, y no de los «errores»; el Partido lo había explicado con claridad en sus resoluciones de los Congresos XX y XXII, y lo había corregido todo; basta, ya es suficiente. Los supervivientes habían regresado de los campos y de las cárceles, se les había rehabilitado, y no sólo se les había proporcionado vivienda, sino que incluso se les había dado un empleo. A los familiares de los fallecidos se les habían entregado los certificados de rehabilitación póstuma de sus hijos, hermanas y maridos…¿Qué más querían? ¿Para qué echar sal en las heridas? Hablemos de las próximas siembras, de las próximas cosechas. «En la fábrica X. se ha instalado un nuevo horno».
Los días 7 y 8 de marzo de 1963 se celebraron reuniones informativas de los dirigentes del Partido y del Gobierno con los intelectuales. No pertenezco a ese rango de intelectuales a los que hay que invitar a las reuniones de máximo nivel; pero en mayo recibí otra invitación, una para que acudiera a la edi-torial. Me recibió el camarada Kozlov, jefe del departamento de Literatura Soviética, que, por un lado, se mostró incom-prensiblemente benévolo y, por otro, de manera rotunda y ca-tegórica, me explicó que mi novela, aunque aceptada y entre-gada a producción, e incluso abonada en un sesenta por ciento, no podía publicarse.
Quise entonces pasar a ver a Kárpova, pero resultó que no se encontraba allí. Al parecer, estaba enferma, de vacaciones o en un viaje de trabajo. No me acuerdo.
Por supuesto, el rechazo de la editorial fue para mí un ca-taclismo vital, motivo de una auténtica angustia, aunque, en realidad, no podía reprocharles nada. Me daba cuenta de que muchos de sus colaboradores deseaban sinceramente publicar mi novela. Pero en nuestro país (en los casos que revisten cier-ta seriedad) no son las editoriales las que deciden qué se ha de publicar y qué no. Una orden es una orden, un tema prohibido es un tema prohibido… No obstante, al cabo de un tiempo me reuní al fin con la principal admiradora de mi novela y editora jefa de Sovietski pisátel: la camarada Kárpova. Me senté en una butaca f rente a ella. Le pregunté si, en su opinión, la prohibición se prolongaría mucho tiempo.
—Es extraño – le dije, entre otras cosas—. Es como si se hubiera decidido que sólo se publicasen tres novelas, tres poemas y tres cuentos, ni uno más, sobre la Gran Guerra Patria. «¡No echemos sal en las heridas!». Sin embargo, no hay familia que no haya perdido a un padre, a un marido, a un hermano o a un hijo, y a veces hasta a cuatro miembros en la misma familia, y para sus seres queridos es duro recordar a los muertos. Ahora bien, la guerra duró cuatro años, y el «culto a la personalidad», con sus «consecuencias», cerca de treinta. Así que en casi todas las familias falta un padre, un marido, un hermano, una esposa o una hermana, y hay casos, incluso, en los que de toda una familia no ha quedado ni rastro. La guerra es algo monstruoso, pero es posible entender sus causas y su significado, mientras que el significado y las causas del «culto a la personalidad», y todo lo que ese «culto» ha ocasionado, son mucho más difíciles de comprender. Por eso, todo documento es valioso para las generaciones futuras, para los investigado-res, incluida mi novela.
—Ya advertí —respondió Kárpova sin titubear— que su libro era incorrecto desde el punto de vista ideológico. Las razones y las consecuencias del culto se han explicado con creces gracias a la publicación de ciertos documentos del Par-tido en los periódicos. Los discursos de Nikita Jruschov y los encuentros de los dirigentes del Partido y del Gobierno con los intelectuales han arrojado más luz sobre el tema. En cuan-to a mí, nunca albergué duda alguna sobre su enfoque pernicioso.
Kárpova, editora jefa de Sovietski pisátel, era famosa en los círculos literarios por ser una embustera patológica. In-luso circulaba un dicho que lo corroboraba: «Miente como Kárpova». Pero por muchas veces que uno se encuentre en la vida con la mentira directa, insolente y descarada, ésta siempre aturde como si fuera la primera. Kárpova nunca había dicho ni una sola palabra sobre la depravación ideológica de mi libro. Al contrario, tenía más prisa que nadie en firmar el contrato y anunciar su «aprobación».
—¿No le da vergüenza? —pregunté, atónita.
—Aún debería darle las gracias a la editorial – respondió Kárpova, con la nariz hundida en sus papeles — porque no le exijamos que nos devuelva el dinero. Dinero del Estado desperdiciado en balde en su novela.
¡Dinero del Estado!¡No fue por dinero por lo que escribí mi novela en unos tiempos en los que, a mi alrededor, en mi ciudad natal, fusilaban a uno de cada diez, si no era a uno de cada cinco!). A pesar de todo, aquella embustera me dio una excelente idea. La idea del contraataque».
Estas son las primeras páginas de Crónica de una silencio, libro de Lidia Chukovskaia, traducido por Marta Rebón y editado por Errata naturae. Lidia Chukovskaia, hija del célebre escritor Kornei Chukovski, fue una poeta de la generación de los posteros años 30. Contemporánea de Anna Ajmátova y Boris Pasternak, Zoshchenko, Tabidze. Lidia pertenece al tiempo del silencio, de las razzias bajo el terror del camarada Stalin. Miles de escritores, de artistas desaparecen, son condenados. Babel, Mandelshtam.
«Las razones por las que en nuestra patria se ha perseguido y privado de trabajo a decenas, cientos y miles de personas – mineros, literatos, físicos, maestros, ingenieros, geólogos, obreros – son siempre, en todos los casos, la misma: la palabra.», escribe Chukovskaia. Estamos en 1974. El gélido crímen de Stalin queda lejos, como nieve derretida de un invierno lejano. Sin embargo, las deportaciones, las expulsiones están a la orden del día. Crónica de un silencio representa a todos los comisarios que urdieropn la expulsión de Lidia Chukovskaia de la asociación de escritores. Este destierro oficial suponía la eliminación de sus libros, incluídas sus traducciones, y la imposibilidad de publicar absolutamente nada en la URSS. El delito de Chukovskaia había sido el de salir en defensa del perseguido Andrey Sajarov y haber publicado en el exterior una denuncia de la caza de librepensadores.
Los libros de Chukovskaia circulaban clandestinamente en la URSS y desde el destierro oficial lo siguieron haciendo. Anónimos lectores mecanografiaban capítulos que pasaban de mano en mano. En tiempos anteriores, la gente memorizaba los poemas de los poetas condenados o apartados, como Anna Ajmátova. «Los responsables actuales no aniquilan de forma masiva a la población, pero han heredado de Stalin, junto con otros muchos rasgos , la profunda convicción de uq elos artistas y los científicos no pertenecen al pueblo, nia la tierra que los ha nutrido con su savia, sino a ellos, amos del país».
Crónica de un silencio es el inventario de una persecución, pero también un descargo de contraataque contra los comisarios políticos que durante decenios sumergieron la literatura, el arte y el pensamiento bajo el hielo atroz. «Es en los ramajes entrelazados y tupidos de la amistad donde la cultura construye y esocnde sus nidos. No son, al fin y al cabo, las sedes de los burócratas – en las cuales con todas las luces encendidas, no se consigue distinguir a un académico o a un escritor de un agente de la KGB – el lugar en el que nacen o crecen la ciencia y la literatura. Nacen en la modestia del trabajo cotidiano, en el silencio, sin hurras ni celebraciones de los aniversarios, y se alimentan de la atmósfera de la hermandad. ¿qué tiene de sorprendente el hecho de qur los académicos volviesen la cabeza cuando Sájarov se vio cercado? Además de la literatura, de la ciencia, la mñusica y la pintura, existe tambiñen una cultura de la amistad y la camaradería. ¿aún está viva?. Las autoridades hacen cuanto pueden para destruirla. Nosotros debemos hacer todo lo posible para salvarla».
Errata naturae ha publicado de Lidia Chukovskaia también Inmersión. Un sendero en la nieve, y Sofia Petrovna.