
-¡Mira lo que ha dicho el tipejo ese [el portavoz del Gobierno Vasco, Josu Erkoreka], que va a traer a todos esos moros de Afganistán!
El barman donde desayuno no comparte mis sospechas. Que el portavoz del gobierno vasco ha colado un titular oportuno aprovechando el caos internacional. El gobierno vasco será solidario con las víctimas de los talibanes, y acogerá parte del personal civil que ha colaborado con las fuerzas que ocuparon el país hace casi veinte años, y en concreto con las fuerzas militares españolas. Son 60 personas. Así que el esfuerzo humanitario no parece tan grande. Es una noticia sin aristas, bien vestida y casi gratuita para el portavoz Erkoreka . A la solidaria Euskadi vendría la maravillosa cifra de como máximo quince personas.
Para el barman indignado que me sirve el café y la nueva noticia del día, esta es la llegada de hordas de cientos de afganos prestos a delinquir. Todos estos moros son iguales que los cientos de marroquíes y subsaharianos que tratan de huir de Marruecos y alcanzar cualquier punto europeo.
– A ver si los acoge a todos esos miles de vagos en su casa.
No es extraño este desdén por el futuro, ya presente inmediato, de cientos de miles de personas tras la llegada triunfal de los talibanes a la capital Kabul. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la oposición al yihadismo fue casi inexistente entre la inteligentsia española – es decir, escritores, historiadores, barones y duques de los medios, y académicos -. Ni siquiera la oposición a la invasión de Irak superó un instrumentalizado y tímido rechazo.
La élite intelectual española, pero también la occidental, tiene algo muy en común con el barman Miran escépticamente la tragedia que se palpa en Afganistán por motivos pragmáticos similares a por los que la élite corporativa mostró interés en Irak. En Afganistán, hay poco negocio. O como driría el Barman «Poco se nos ha perdido allí». El entonces presidente español José María Aznar, prometió a empresarios españoles en mayo de 2003 una couta del 9% en los contratos en Irak controlados por EEUU. De un total de 64.625 millones de dólares estipulados, a empresas españolas les caerían 6.600 millones. La catástrofe humanitaria que supuso la invasión de Irak con sus más de 260.000 muertos no modeló un ápice la indiferencia occidental hasta convertirla en un inhibidor que ahora embraga la impasibilidad ante el destino de cientos de miles afganos.
El simil de Kabul con la caída de Saigón tras el abandono de las tropas norteamericanas el 30 abril de 1975, parece exagerado. El integrismo depredador de los talibanes es más cercano al de los jemeres rojos que se hicieron con Camboya y su capital unos días antes que el Vietcong con Saigón. Fue un 17 de abril de 1975. Los jemeres rojos, estaban liderados por Pol Pot y su estado mayor. Su lugarteniente Khieu Samphan, obtuvo un doctorado cum laude en la Universidad de La Sorbona con una tesis en la que avanzaba la autarquía que iba a aplicar en Camboya 16 años después. El estado mayor jemer sometió Camboya a una pureza estalinista, amputada la más mínima impiedad occidental. Dejaron de existir conceptos como derechos, lectura, pensamiento fuera del partido único, el Angkar, vestimenta, expresión, o alimentación.
Un millón largo de camboyanos pereció en ejecuciones o campos de concentración. Los maestros, electricistas, artistas, funcionarios, escritores, mujeres independizadas y miembros de minorías fueron eliminados como parte de la recuperación virginal a la que los talibanes van a someter, al fín todo Afganistán. La sharia llevará de nuevo el país, no a la Edad Media, sino una edad cavernaria que ni siquiera vivió el profeta Mahoma.
Es todo un ejemplo de cinismo posmoderno. La élite política e intelectual de derechas avaló – como lo hizo las Naciones Unidas – la ocupación de tropas militares occidentales en Afganistán – como un paso para la persecución de Al Qaeda, pero también los derechos occidentales -. La retirada norteamericana deja en ridículo la honestidad de la ocupación. La élite política e intelectual de izquierdas rechazó la entrada occidental en Afganistán. Una vez que cientos de miles de personas vieron recuperados unos derechos civiles que abandera esa izquierda en su ángelus diario en Occidente – igualdad de género, derechos de las mujeres, reconocimiento de las minorías sexuales, etc -, el fin de la presencia norteamericana se celebra con cierto gusto. A sus ojos es un golpe, o el fin del imperialismo norteamericano que vaticina desde hace medio siglo cierta intelectualidad, aunque simbólicamente pueda significarlo. La tenebrosa victoria de los talibanes es la aniquilación del concepto de ser humano. Pero ningún gobierno de izquierdas o vanguardia intelectual va a pedir siquiera que bajo cobertura de la ONU los talibanes sean obligados a dar marcha atrás. Por el contrario, serán reconocidos por la mayoría de gobiernos y camarillas intelectuales e ideológicas.
Como si fuera un mensaje en la botella, hay una cuestión que nos llega como un SOS. La vida que observamos en otros lugares del mundo está sometida a la ley del intercambio y el beneficio. La tragedia, bien bajo la forma de masacre o en la de genocidio, es un daño colateral de esa trasacción. La retórica occidental ha quedado reducida a la náusea existencial. Solo sirve para manufacturar noticias amañadas y alimentar el racismo cotidiano con el que vemos al resto del mundo.
– Es uno cuarenta el café, majo.