Que el señorito brindó con el perito capataz y la Tomasa
Levante el ánimo y la conciencia, Tomasa, que el jornal se amplía, vendrán dineros de Europa, y si Dios ayuda de algún sitio más.
Y ella, doblegada no solo por los soles de sus setenta y ocho veranos crepusculares, no le reniega
Que estos ojos míos no lo van a ver, señorito Javier, pues no vieron nunca promesas de días de tanta caló, señorito.
Don Javier ha vuelto en su Mercedes por la carretera nacional de antaño porque disfruta del campo que conoció desde chico. Las dehesas de puercos, los olivares, los encinares abruptos. Las brumas de témporas acunan el vuelo chillón de las grullas en el cielo violáceo y almibarado del atardecer mordido desde lejos por la sierra desdentada. Este viento, de albaricoque y polvoriento, culebrea las ramas de los castaños que se adentran en las llanuras lejanas, y hace caer también las primeras bellotas de las encinas a por las que bajan los jabalíes jóvenes hambrientos.
Un baile ventisco retuerce los olmos que enfilan como guardianes la hacienda. Esta soledad brumosa parece un lamento de réquiem. Son mil doscientas hectáreas, sibilinas en su ondulación, un mar leve que se acolcha yendo y viniendo, con su barbecho inmenso, su horizonte verdino de primavera, de cereal albino en los meses pródigos.
Y la Tomasa enciende la luz de la chabolilla del torreón, desde donde chica abría y cerraba el portón del cortijo a la abuela y los padres del señorito Javier. Los astros fueron buenos con ella, dice, y más aún la familia del señorito. Que la enseñaron a leer y escribir y que, de buena gana en la campaña de las torcaces del 72, firmó de su puño y trémula letra el pago de arriendo al señorito Javier de la chabolilla. Y que no fue mayúscula la sorpresa para el Luciano y la Dolores, sus padres, el que ese año en la chabolilla sobre la tierra de la chabolilla los mozos asentaran azulejos y en el aliviadero del cobertizo, un retrete de brillante forma.
Que ya ese año de 1982, los demonios llevaban al señorito Javier. Por algo hicieron nuestros padres una guerra, y no para rendir un país de esta manera, decía en el salón de la casona en la sobremesa de los días de torcaces a las que asistían aún gobernadores y algún aspirante a ministro, además del obispo y un secretario de Estado.
Y en las latitudes sin viento que rodeaban la casona, el padre del señorito se lamentaba, en la tarde de la comunión del señorito, de que el concilio aquel dichoso hablara a los pobres, y eso no, que es ley de Dios los unos abajo y los otros encima, y esto – inclinando su mirada al obispo y al gobernador atentos –, acabará mal, que lo mal empieza, peor acaba, que por eso se hizo la cruzada, y si no, al tiempo, que quizá no lo veamos pero el Javier seguro que sí. , que ahora vendrá la reforma agraria y Dios nos salve.
Y el señorito Javier ya no viene para los palomos. En el poblado de la vaguada de Zahermoso, los escasos doscientos habitantes trabajaron todos, de abuelos a nietos en la hacienda, en la siembra, la crianza, en la trémula factoría de encurtidos que el perito capataz y el señorito levantaron con los dineros del gobierno. Y estaban en los allarés de la hacienda los parceros que como la Tomasa diezmaban primero al padre y la madre del señorito y ahora a él.
Y esos tiempos han sucumbido, lo sabe la Tomasa, que tanta modernidad nada bueno podría traer, y sino al tiempo, decía ella.
Y fue así que aquella lloviznera tarde como de entierro en San Marcos en los que enterraban a los niños de la vaguada hace no tanto, el señorito y el perito capataz entraron en la chabolilla de la Tomasa
No queremos importunar, Tomasa, que es que tenemos noticias. Y a buenas, además. Aquí el señorito, ha conseguido vender el cortijo a unos ingleses de la Gran Bretaña. Su casa seguirá si a bien les aviene, que han dicho que por supuesto, si procede. Los parceros también seguirán, y así seguirán si los nuevos amos así lo desean, con las ayudas de Europa. Qué nos dice, Tomasa
Yo qué he decir sino lo que al señorito más le convenga, que es lo que todos nos conviene
Y el señorito
Esa es la actitud, Tomasa, que has sido siempre corazón de paloma grande. Y por eso mi familia te consideró uno de los nuestros. Que a tu marido el Paco, mal pario de tiro en la cacería y a vuestro hijo de las fiebres, para que veas si me acuerdo, Dios los tenga, también son como de nuestra estirpe
Se agradece señorito, y calle ya, que se me espina el sentimiento
Y el perito capataz
En un par de meses, Tomasa, vendrán los ingleses de Gran Bretaña, con los nuevos administradores. Habrá de abrirles la verja y ponerse a su disposición.
A lo que mande señor Andrés, que para eso estamos.
Que en los vientos aviesos cayentes de las lomas aserradas las torcaces gustaban de quererse en una caída desinteresada. Acurrucados en las encinas solitarias, el señorito ordenaba a paco, el de la Tomasa, avivar a los palomos cegados en el reclamo. La destreza del señorito con el afino de escopeta no tenía igual. Y Paco, con los pantalones de pana deshilachados y las alpargatas de esparto tintineaba los pasos recordando de memoria por donde las torcaces habían derrotado en su caída. Y en los días, hace ya tanto, en los de batida en los que el señorito con Paco servil competía con el embajador y el gobernador. Y en el día en el que, aquella tarde de aire portugués y nubes alcalinas, Paco el de la Tomasa buscando las piezas abatidas por señorito se adentró en los juncales a rastras como siempre, y quién sabe quien confundió el zarandeo del juncal con una pieza y disparó en busca de pieza. Más no era el Paco el de la Tomasa que allí mismo se desangró ante la mirada maldiciente del señorito
Paco, maricón, no te me mueras que tenemos batida mañana, no me jodas
Y el Paco, entroncando el aliento
Ya ve, señorito de lo que sirve…
Pero el viento mal avieso, que lo sabía la Tomasa porque el chico, siete años, tosía desde siempre con la ventisca del octubre de castañeras, pero nunca con una tos tan honda como de cueva ni un calor tan quemante al acercarle tan solo la mano. Y esa noche caminó la Tomasa con el chico en brazos hasta la casa grande. La señora bajó con aires de incomodidad
Tomasa, dele unas aspirinas, que no vamos a levantar al porquero para que la lleve en el land rover hasta el poblado. Vaya a casa, y no se apremie, que se le pasará al chico.
El veterinario se acercó por deferencia del señorito al día siguiente a la casa de la Tomasa.
La criatura se muere, esa fiebre es bacteriana, a buen seguro, señorito. Preciso sería llevarlo a la capital. Tiene hasta el pulso tibio.
Y el señorito, arrugando la angustia en los labios.
Si ya está en manos de Dios, en balde es perder todo un día de ida y vuelta hasta la capital.
Y en esas que la chiquita del porquero viniendo de la Tomasa con el paso trémulo y excitado gritaba con ahínco de ave pequeña que el chico de la Tomasa había dejado de respirar y estaba ya en el cielo.
Y en todo esto pensaba el señorito con cargazón de tiempo, pues no habían pasado sino cuarenta años de aquello. Y ahora en junio de 2022 esperaba cerrar la venta de todo el cortijo a los dueños del Manchester City. Y el futuro ya sería entonces cosa del pasado. Y la inmensa dehesa que lleva en su corazón también.
Se cumplen cuarenta y un años de la novela Los santos inocentes de Miguel Delibes. Formalmente se trata de una renovación de la narrativa en castellano: una conjunción de poesía, teatro y novela, que tiene sus anclas en el realismo literario de mediados los años 60. Delibes hace un nuevo anclaje, pues con la denuncia de gota a gota, muestra a través de su inocente y sometida mirada a los humillados personajes del campo español bajo el latifundio aristocrático de la España de postguerra.
Es una elipsis posterior de la misma España, ya en 1981, en plena modernidad en sus formas y esencias hasta hoy arrastradas. La visión de Delibes llega hasta el horizonte nutriendo de una soberbia riqueza poética el cosmos vivo del campo, de la que los siervos del latifundio son una parte más del ecosistema, plenamente integrados, como Paco el bajo, en la naturaleza. Delibes avanza la muerte de ese campo vivo al tiempo que se impone una mirada cínica y cruel de todo cuanto habita en él. Décadas después se habla de la España vaciada, sin percibir que sus síntomas se debían a la injusticia y una altanería de la modernidad y sus reglas resabidas y soberbias.