Lucía mantiene la paciencia infinita en esta oscuridad mientras le cae por el precipicio de la frente otra lastimosa gota. Lenta, agónicamente, sin la prisa de una vida que sabe efímera y repetitiva, precaria en rumbos vitales, esa gota cae yaciendo en la mascarilla de Lucía. No ha pensado en ello ni una sola de las veces, faltaría más con todo lo que queda para el fin de turno. Le quedan aún las plantas cuarta y quinta.
¿Está usted bien? Sí, gracias, necesito el trabajo. Es un crio resabido, con el pelo alborotado, a lo rebelde, que se inclina en su sillón de cuero. No tiene más de treinta y cinco, aunque con esa camisa a rayas, cuello blanco y gemelos que simulan ser de oro, parece un guiñol roído en un estudio destartalado. Lucía le observa sin mirarle para no parecer inquisitiva, mostrando el papel sumiso que el nuevo niñato espera de una posible empleada que mendiga a sus 49 años un nuevo empleo.
Creo en el empoderamiento y las oportunidades… cree escuchar Lucía salir de los labios violáceos del niñato que resplandecen como neón intermitente en la pútrida noche del despacho de formica que mal simula caoba. El trabajo es suyo. Gracias señor, le estoy tan agradecida. Los veintidós despachos y los salones de reuniones limpieza en dos horas y media, moquetas y muebles a parte con encerador; suelos de pasillos en cada piso además de desinfectante en puertas y bisagras; las letrinas y papeleras de las cuatro plantas en media hora; luego los despachos del niñato – la caja fuerte detrás del cuadro del Che Guevara con desinfectante dos veces -, del secretario, de la adjunta y el de la coordinadora; por último el salón de actos, una a una las veinticinco sillas, el encerado, los proyectores.
Un aura brumosa de oscuridades recibe a Lucía al salir del edificio. No tiene, como de costumbre, más tiempo que el de ponerse una nueva mascarilla. Deja para más tarde descifrar el misterio del gélido viento que la envuelve. Es ya tan tarde y en casa la espera su hija de 10 años. Aún le queda casi una hora de camino, con dos trasbordos de metro.
En el vagón reina un aire de derrota. Escuderos y luchadoras abaten una comunión de cansancio en un aire doloroso y tenue. Cientos de Lucías a la luz arrastran su mirada hacia un espacio inconcluso sin más esperanza que la de llegar a un hogar que haga de momentáneo interruptor hasta mañana.
En un espontáneo y luminoso estertor, Lucía se recuerda esa misma jornada limpiando los retratos en el salón de actos. En uno de ellos, acristalado en blanco y negro el niñato, aún más añiñado pero con la misma mata de pelo alborotada, embutido en un niqui azul desgastado y pantalones vaqueros sostiene una pancarta entre una multitud que alza los brazos: “¡Democracia real ya!”. Otra joven detrás porta otra: “pide lo imposible. 15-M”.
Antes de llegar a casa ha de pasar por el ultramarinos de Zaida y Hamoud para llevar la cena a casa. La fían porque a fin de mes siempre paga la cuenta pendiente y cada tres meses limpia su local gracias a lo cual pasa las inspecciones de sanidad.
Lucía la equilibrista en una vida sin trapecio toma aliento en esta noche. Va a llegar como siempre tarde a casa. Se ha parado en el escaparate de una tienda de electrodomésticos a una manzana de su casa. En un televisor, el niñato con una palidez inconmensurable, declara a la cámara que le graba: “Es una vergüenza que en un país en el que la gente no gana 1.000 euros, nosotros los políticos no nos pongamos al mismo nivel”.
Lucía se levanta a las seis de la mañana con la nubosa costumbre de abrir la radio en la cocina muy bajito para no despertar a Andrea. Prepara el desayuno para las dos con un mimo exquisito. Esas dos horas en las que la unen a su hija desafían las leyes del tiempo y el espacio. Andrea tiene una visión cósmica materialmente muy exacta del mal que padecen ella y su madre. Pero sueña en esas dos horas al albor vaporoso que exhalan el café recién hecho y las exuberantes coníferas que penetran por la ventana en la casa irradiando el principio de la vida.
Andrea ha adquirido el arte de una alquimista. Quiere ser de mayor abogada. Para impugnar los preceptos y reglamentos que limitan la vida de ella y su madre.
Andrea se ha parado en la tienda de electrodomésticos a una manzana de su casa camino de la escuela. En el televisor, un niñato con pelo alborotado declara con correcta expresión de clembuterol: “sería un error y una irresponsabilidad ahora que formamos parte del gobierno reformar el estatuto de los trabajadores”.