El periodismo es un espacio sin tiempo futuro. Conjuga su verbo como lo hizo Nietzsche, en un terno retorno. Por eso las crónicas de Marie Colvin escritas hace veinte años a lo largo de medio mundo reflejan este que vivimos con su lacerante crudeza y desesperación, en los mismos precisos lugares donde ahora mueren víctimas de los misiles en Gaza o por el hambre en Etiopía. Las crónicas de Marie Colvin contienen algo de redentor, la fibrosa ternura de protagonistas que sobreviven entre los escombros de la violencia despiadada y la crueldad instituida. El Poder y los Estados. Uno de ellos fue el causante de la muerte de Marie, víctima de un misil del ejército sirio de El Assad en la ciudad de Homs el 22 de febrero de 2012. Marie Colvin fue conocida más allá del mundo anglosajón gracias a la película La Corresponsal, dirigida por Matthew Heineman y exhibida en las salas de cine en 2019. La película es una adaptación del gran reportaje que hizo Marie Brenner en su libro A Private War – aunque Brenner soslaya la relación que Marie Colvin tuvo con Oriente Medio y el relato que hizo de la situación de los palestinos en los territorios bajo asedio israelí, en especial sus desoladoras crónicas desde Gaza-. Colvin es heredera de la gran cronista Martha Gellhorn (El rostro de la guerra. Crónicas en primera línea 1937-1985, Debate, 2018). En mi opinión, Marie supera a su maestra: donde esta muestra esquinas narrativas, la mirada de Colvin es de contornos, busca la complejidad como si las historias fueran un conjunto de materiales infinitamente distintos reunidos tras un terremoto o un bombardeo. Colvin informa a sus lectores que bajo esos escombros hay personas que extienden sus manos. Poco después de morir, la editorial Harper Collins reunió en un extraordinario volumen todas sus crónicas para el Sunday Times, On The Front Line. The Collected Journalism of Marie Colvin. Están todas las piezas que cubren desde la guerra entre Irak e Irán en 1987 hasta la despiadada recuperación del poder del dictador sirio Al Assad en 2012. Aqui reproduciremos tres crónicas de Marie. Una sobre la hambruna en Etiopía, las otras sobre supervivientes en Gaza. El tiempo.
Hace tan solo cinco meses, Miyir Mohammed pensaba que era un niño afortunado. Su padre tenía 40 cabezas de ganado y 50 ovejas y cabras, y pertenecía a la clase media en los estándares del sur de Etiopía. Miyir le ayudaba a pastorear a los animales pequeños.
No pude conocerlo. Miyir, cuatro años de edad, murió de hambre el viernes mientras yo conducía a su campamento. Horas después, su padre aún espantaba a las moscas de su delgado cuerpo, que había quedado envuelto con el pañuelo de su madre. Parece demasiado festivo para algo tan trágico como la muerte de un niño.
Hubo poca alegría en los últimos días de Miyir. El ganado de la familia empezó a morir mientras la sequía en Etyiopía entraba en su tercer año. Durante meses, los padres de Miyir, Hassan y Safia y sus cinco hijos condujeron su rebaño cientos de kilómetros cruzando la región del Nogup en busca de pastos, deseando que en alguna parte lloviera. Nunca llovió.
A veces las niños empujaban a las ovejas o a las cabras para ayudarlas a caminar, pero los animales morían de todos modos. No había nada que pudieran comer. Dos meses antes, Hassan an Safia pusieron fin a su vida nómada cuando el último animal murió. El ganado había sido su vida: les proveía de leche y carne, que vendían cuando necesitaban algo de la ciudad.
La familia caminó hasta Danan, un pueblo donde habían oído que había algo de comida. Caminaron durante cuatro días, descansando al mediodía, cuando la temperatura superaba los 40°C. Murió el burro que acarreaba con sus pertenencias murió y tuvieron que marcharse dejando atrás todo excepto los binos de de plástico de agua. Los padres sólo podían llevar a los niños más pequeños. «Vinimos aquí sin nada, nada», dice Safia mientras contemplaba el cuerpo de su hijo.
Al llegar a Danan, Hassan y Safia no tenían dinero ni forma de ganarlo. Construyeron un pequeño refugio en forma de cúpula en las afueras del pueblo bajo un puente, apilando esteras de paja y pasto encima de una estructura hecha de ramas. La semana pasada, 6.300 nómadas vivían en ese improvisado campo de refugiados, todos ellos en una situación similar. La familia Mohammed vivió durante un tiempo con una comida al día: gachas de trigo distribuidas por el gobierno. Entonces los niños comenzaron a morir.
Fadoma, de 12 años, la hija mayor, murió hace dos meses. Hace dos semanas, el hijo de un año Mohammed. Finalmente la pareja perdió a Miyir. Estaba sin conocimiento dos semanas, siendo solo capaz de comer agua y azúcar. Hay un médico en la clínica local -que tiene dos habitaciones en un edificio erigido como escuela- pero no tenían dinero para pagar ni las sales de rehidratación oral y la dextrosa intravenosa que pudieron salvar a Miyir.
En la muerte, su rostro pacífico pero doloroso de ver: la piel color chocolate se tensa sobre los pómulos afilados. Su cuello es tan tan delgado que su cabeza sin pelo parece demasiado grande para su cuerpo. Su diminuto omoplato casi le corta la piel de la espalda. Tiene los ojos entreabiertos. Es el rostro del hambre.
Safia está tan afligida que no puede llorar. Narra su historia en la monotonía del shock. Su hija Amran, de seis años, está enferma; solo su hijo Noor, de 9 años, sigue sano, aunque muy delgado. Los niños no pueden vivir de los alimentos que reparte el gobierno, dice Safia. Sólo trigo, que nunca antes habían comido.
«Miyir no pudo digerir este trigo», dijo. «Estábamos acostumbrados a comer carne y leche y sorgo que comprábamos vendiendo nuestros animales». Por la tarde, Safia lavó el cuerpo de Miyir con el polvo rojo fuera de su choza y lo envolvió en un sudario blanco. Hassan y unos parientes varones construyeron una camilla de madera para llevarlo 2 kilómetros hasta un cementerio que se está ampliando en las afueras de Danan. Lo enterraron en una tumba doble con un niño de cuatro años al que no conoció -Abdi Baalul, fallecido también de hambre el viernes -. Las dos familias arrastraron las ramas sin hojas de una acacia sobre la tumba.
Los recién llegados que llegan a este lugar no necesitan ninguna señal para saber que han llegado a Danan. Antes de que la primera cabaña aparezca a su vista, a ambos lados del camino de tierra, aparecen filas de cadáveres disecados: grandes cúmulos de huesos cubiertos de piel de vaca, pequeños esqueletos de ovejas y cabras. La población de Danan, epicentro de la hambruna en Etiopía, ,ha aumentado a 10.000 con la llegada de nómadas hambrientos. Sus historias son desgarradoras.
Hace un año, Fadoma Sultan tenía cuatro hijos y un marido, de 30 años. Vacas y 200 ovinos. Hace un año murió su marido; hace 6 meses perdió lo último de su ganado. Se convirtió en indigente. Fadoma, mujer diminuta de rasgos finos, apenas parece lo suficiente fuerte para las pruebas que ha soportado, pero decidió caminar hasta Danan, donde había oído que había comida. La familia caminó cinco días. Llevó en brazos a su hija menor, Trishi, de 18 meses, y un poco de agua. Su hijo mayor, Mohammed, que tendría ahora tiene seis años, murió en el camino y tuvo que enterrarlo en la tierra sin nada que marque su tumba. Había comida en Danan, pero eso no era garantía de supervivencia. En sus seis meses en el campamento, Fadoma y los tres restantes niños comieron una papilla al día. El miércoles pasado murió Trishi, también.
«Ella no podía tragar», dice Fadoma. «Tenía diarrea y problemas de estómago. No pude encontrarla comida suave o leche. No pudo digerir este trigo. Los dos hijos que le quedan se aferran a su bata azul y amarilla. Oba tiene cinco años y Derq tiene cuatro, pero son tan delgados que es casi imposible saber quién es un niño y cuál una niña. «Ellos no están sanos, pero están vivos», concluye Fadoma.
Hay muertos en el campo todos los días, pero el espectáculo más terrible es el de quienes están a punto de morir. Se pueden salvar con tan poco -la comida adecuada, los medicamentos adecuados-, pero no hay suficientes, y morirán. Parecen resignados. Sus ojos están en blanco y no hay expresión en sus rostros. Ya no ahuyentan a las moscas en sus caras. Rechazan la comida con la mano, débilmente. Las familias de aquellos que están muriendo han visto esa mirada antes. Osman Hashi Ahmed es uno de los desesperados. Insiste en que vaya a su cabaña para ver a su hija y me conduce a paso de marcha, la cola de su blanco turbante ondeando detrás de él. Nasteho, de cuatro años, yace en el suelo de tierra, abanicado por Fátima, su madre. Intenta echar agua en la boca de Nasteho, pero la niña lo deja correr por su mejilla.
Nasteho es esqueléticamente delgada. Tiene una cabeza grande, cuello y brazos pequeños. Sus piernas son tan estrechas que son solo palitos. La llevaron a la clínica el jueves pero los médicos no tenían nada para tratarla. Él cree que Nasteho va a morir y lo puede decir por mi silencio que yo también lo creo.
Ahmed conoce el rostro de la muerte. Hace cinco días lavó el cuerpo de su hija de dos años, Shukri, en frente a esta misma cabaña. Shukri se unió a sus hermanas, Fordoza, de 5 años, y Nasri, de 6 años, en el cementerio de Danan. Este es un hombre orgulloso que, con sus 60 vacas, 100 ovejas y cabras, era rico. Ahora tiene que ver morir a su familia uno por uno en el campamento donde los llevó para encontrar cobijo. No puedo ayudar a su hija pero tiene dos hijos más y una petición. «Hemos rezado por la ayuda de Alá, pero necesitamos ayuda. Diga a las otras naciones que deben enviarnos alimentos y medicinas o todos morirán».
Danan ofrece una visión de la profundidad del horror de una hambruna que podría afectar a gran parte de Etiopía. Esto no es como la de 1984-85, cuando un millón de personas murieron en un desastre que llamó la atención del mundo.
Hasta ahora, ha llegado suficiente ayuda alimentaria para mantener con vida a los más fuertes. Pero la situación es más desesperada. En marzo se entregó trigo a Danan, cantidad suficiente para 4,5 kilos. por persona. Se dice que la entrega de abril está «en preparación», pero llega tarde y no hay señales de ella. Se necesitan con mayor urgencia raciones suplementarias: mezcla altamente energética de cereales, leche desnatada y vitaminas tanto los jóvenes como los mayores. A primera vista parece haber mucha gente en Danan que, aunque delgados lucen lo suficientemente saludables. Entonces me doy cuenta de que no hay ancianos y pocos niños pequeños.
La ayuda estadounidense ha prometido 480.000 toneladas, pero la próxima entrega es de sólo 85.000 toneladas y no será hasta el 15 de abril. Según Oxfam, la Unión Europea ha proporcionado poco más de la mitad de los alimentos que había prometido el año pasado,50.000 toneladas, y dice esto: la entrega podría tardar hasta nueve meses. Las distancias son enormes y los caminos, malos. Se necesita urgentemente un enorme puente aéreo. Pero algunos donantes desconfían de enviar alimentos a un país cuyo gobierno está gastando millones en una guerra fronteriza con Eritrea.
Gran Bretaña ha reducido a la mitad su ayuda a Etiopía, de 39,3 millones de libras esterlinas a 19, debido al temor de que la reanudación de la guerra con Eritrea impida que el dinero llegue a proyectos destinados a combatir la pobreza. Unos 230 camiones que antes se utilizaban para socorro ahora han sido enviados al frente.
Aun así, en el primer año del nuevo siglo existe la posibilidad de detener un desastre antes de que suceda. La política de distribución de la ayuda significa poco para niños como Miyir. Pero la comida lo es todo.
Esta crónica, firmada por Marie Colvin, fue publicada en el Sunday Times el 9 de abril de 2.000. En Junio de 2022, Etiopía, aún en guerra con Eritrea hacía frente a una nueva hambruna que afecta a 7 millones de personas. La ayuda alimentaria ha disminuido, y la Comunidad Internacional ha cortado la financiación. La llegada de grano procedente de Ucrania cesó abruptamente a causa de la invasión rusa.
On The Front Line. The Collected Journalism of Marie Colvin. Marie Colvin. Harper Collins, 2012. 540 páginas.
A private War. Marie Brenner. Simon and Schuster, 2019. 288 páginas.