La catástrofe no solo es la promesa de desgracia hecha por la civilización industrial, es ya nuestro presente inmediato. Lo confirma el alarmismo de los expertos ante la posibilidad de un colapso del sistema sanitario. Al decretar el fin del estado de alarma anterior, los gobernantes intentaban evitar la agudización de la crisis económica. Sin embargo, la precipitación por sacar la economía del confinamiento ha conducido inevitablemente a lo contrario: la «segunda ola» no ha tardado en venir. Según cuentan los medios, la gestión efectiva de la pandemia no pudo ser más desastrosa, pues si bien una sociedad de consumo no es capaz de sobrevivir con una economía semiparalizada, tampoco puede poner en peligro a los consumidores. Es decir, si la salud de los mismos, o sea, su grado de disponibilidad para el trabajo y el dispendio, no es satisfactoria. Al no dar un salto hacia delante en el control social de envergadura suficiente, los dirigentes se han visto forzados a dar un paso atrás, proclamando un nuevo estado de alarma que permite acogerse a las disposiciones disciplinarias anteriores, que se están anunciando con restricciones inútiles en «actividades no esenciales», toques de queda y confinamientos a la carta. Estamos ante un verdadero golpe de Estado. Por la vía de la excepción se abre un segundo capítulo en la implantación de una dictadura sanitaria destinada a perdurar. El pájaro desarrollista con la ayuda del virus mediático incuba el huevo de la tiranía.
Cierto es que las condiciones de vida en la sociedad del crecimiento infinito constituyen una seria amenaza para la salud del vecindario, pero los dirigentes y sus asesores no plantean soluciones técnicas que no discurran en el sentido de intereses dominantes. El problema es que estos son contradictorios. Las estructuras de poder se están reconfigurando a escala mundial ante las probables crisis globales. Se articulan de nuevo los Estados, el capitalismo y la tecnociencia -la megamáquina- con previsibles malas consecuencias políticas y sociales.
A escala local todo consiste en encajar la salud con la economía convirtiendo la pandemia en una oportunidad de desarrollo y en dejar la costosa sanidad pública tal como está, es decir, semidesmantelada. Los medicamentos y las vacunas son el primer objetivo de la industria farmacéutica -y por supuesto, de los gobiernos-, que acompañadas por medidas profilácticas como el lavado de manos, el saludo con codo, la mascarilla, la distancia, la ventilación, y ahora el silencio, abrirán paso a la medicalización general. Pero para que la población obedezca los consejos que brinda la farmacopea del espectáculo urge su sumisión incondicional, y ahí está el problema: nadie cambia sus hábitos sociales por el rudo aislamiento por más que lo ordenen las autoridades.
Situaciones supuestamente alarmantes requieren dosis superiores de catastrofismo y gran despliegue policial. La dominación ha de recurrir primero al miedo y luego a la fuerza. Políticamente, eso significa la supresión de las apariencias democráticas del parlamentarismo en pro del autoritarismo típico de la dictadura, cuya eficacia ahora depende de un control digital absoluto.
En efecto, la supresión de las libertades formales (de circulación, de reunión, de manifestación, de fijar el lugar de residencia, etc.) que supuestamente garantizan las constituciones de los Estados, el «rastreo», las multas y el fomento de la delación, tienen muy poco que ver con el derecho a la salud y mucho con la pérdida de confianza de los gobernados, que, ante la ineptitud e irresponsabilidad de los gobernantes, incurren en la desobediencia con desenvoltura.
Y puesto que la soberanía llamada popular en los partidocracias donde reina la mundialización no reside realmente en el pueblo, considerado un ser irracional que debe ser neutralizado, sino en el Estado, fiel ejecutor de los designios de las altas finanzas, el despotismo es la respuesta natural del poder a la pérdida de legitimidad. Al separar la gobernanza del derecho mediante decretos ad hoc de legalidad cuestionable, el Estado cobra a la población el peaje de una pretendida crisis que confiesa no haber sabido conjurar. Si no hubiera resistencia, la vida social acabaría recluida en el espacio virtual y lo único democrático que permanecería en pie sería el contagio.
El último libro deVaneigem empieza así: «Desde los días sombríos que iluminaban la noche de los tiempos, solamente era cosa de morir. De ahora en adelante se trata de vivir. Vivir en fin, es reconstruir el mundo». Literalmente, la situación empuja a una reacción colectiva contra la privatización, la artificialización y la burocratización en defensa de la vida, estrechamente ligada a la defensa de la libertad. Lo que mata a la una (el Estado, el Capital), mata a la otra, por lo que tal defensa empieza por la desobediencia civil a los dictados de ambos. La reacción desobediente contra todas las imposiciones constituye en estos momentos el eje de la lucha social, pero desobedecer no es suficiente: hay que reivindicar la verdad. Conviene evitar a toda costa que la protesta sea desacreditada por las alucinaciones del complotismo y el negacionismo. Las fisuras que se están produciendo en el consenso científico pueden contribuir a ello. Respecto a la pandemia, la primera norma de la autodefensa aconseja guardar distancias higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad. El coronavirus, arma del Estado, también podría usarse en su contra. No interesa una sanidad pública porque depende del Estado y sus filiales autonómicas, sino un sistema de salud en manos de colectivos compuestos por personal sanitario, usuarios y enfermos. La cuestión consiste menos en crear clínicas alternativas en la órbita de la economía social -opción tampoco descartable-, que en arrebatar al Estado la gestión de una medicina que se quiere a escala humana, es decir, descentralizada y próxima. Nada será posible sin sostenidos estallidos de cólera que pongan en movimiento a masas insumisas hartas de sufrir la torpe manipulación de las autoridades y sus estúpidos confinamientos. Mejor afrontar las consecuencias de su insubordinación que vivir bajo la férula de ejecutivos y tecnócratas. En un mundo parasitado por el trabajo muerto y devorado por una psicosis inducida por los medios, que sean cada vez más los cuerdos que tomen partido por la libertad y la vida.
¡La bolsa o la vida! O el caos económico y sanitario, o el fin de la dominación. O las engañosas comodidades de una economía mortífera, o la aventura de una existencia soberana, esa es la cuestión. Las protestas conscientes de la vida cotidiana tienen como horizonte un mundo antidesarrollista, no patriarcal, sin polución, sin alimentos industriales, sin basura, desglobalizado y desestatizado. Si nos detenemos de nuevo en la salud, recordemos que para propagarse, los virus requieren una población numerosa, densa y en perpetuo movimiento. En cambio, los agrupamientos pequeños y tranquilos no padecen enfermedades epidémicas. El hacinamiento y la hiperactividad promueven la transmisión -condiciones que se dan óptimamente en las metrópolis-, así como los desplazamientos masivos debido a las hambrunas, las guerras y el turismo. El mundo a reconstruir será un mundo mayormente rural, sin ocio industrial, desmotorizado, desurbanizado y desmilitarizado.
Miguel Amorós. 12 de noviembre de 2020.