John Gibler es un periodista residente en Ciudad de México. Sus excelentes crónicas sobre el narco y el terrorismo del estado a lo largo de los años le han dado el don de la oscura premonición. A las 19:13 del lunes 15 de mayo horas, minutos antes de presentar sus dos últimos libros en la librería Louise Michel de Bilbao, me recomienda que lea, entre otros, a Javier Vélez. En ese momento son las 11.13 en Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, plaza controlada por el Chapo Guzmán. Varios hombres van a acabar con la vida del periodista Javier Valdez de seis disparos a quemaropa.
A sus 43 años John Gibler permite leer la muerte en México con dos crónicas: Fue el estado. Los ataques contra los estudiantes de Ayotzinapa, editado por Pepitas de calabaza, y Morir en México, editado por La Oveja Roja. El primero es la crónica testimonial de la matanza de una decena de estudiantes de una escuela rural y la desaparición de 43 más, en Iguala en el estado de Guerrero. Gibler se trasladó del Distrito Federal a Ayotzinapa. Encontró a los supervivientes. Cotejó los testimonios. Reconstruyó las experiencias vividas de los sobrevivientes, mostró qué hicieron los soldados esa madrugada del 27 de septiembre de 2014. Y puso en evidencia las incongruentes versiones oficiales que vendrían después. Hay un estado permanente de guerra en México. El Estado parece tener en la red del narcotráfico a amigos, y donde debiera tener amigos, considera enemigos a la multitud de escuelas rurales y sus indisciplinados maestros.
La muerte en México se mira diferente. No sé si decir que México mira diferente a la muerte. Pedro Páramo de Juan Rulfo. Santa Muerte es la patrona de los sicarios, pero en su altar en el barrio bravo de Ciudad de México, no se rinde culto a la crueldad. Miles de personas la adoran. La gente va a rogarle a la patrona suerte en el trabajo, ayuda para recuperar un trabajo. John Gibler viene a decirme que no hay que confundir el caldero que hierve con el fuego que lo aviva. Sale al paso del narco como expresión de la «cultura de la muerte» mexicana.
– Hay que distinguir entre el culto a la muerte y la brutalidad de la narcoguerra. Las tácticas de guerra del 2006 para acá son las mismas de la contrainsurgencia, con influencia francesa, de EEUU, con su escuela de las Américas, de los escuadrones de la muerte latinoamericanos. Cuando vemos esas mutilaciones es como leer a Bartolomé de las Casas. Hay una profunda fusión entre el Estado y el crimen organizado. Antes había microempresarios de la muerte. Ahora se está industrializando. El ataque a los estudiantes, con sus fosas comunes organizadas, refleja esa industria de la muerte.
Dice John Gibler. ¿Qué fue lo que hizo que la matanza de los estudiantes de Iguala fuera conocida en el mundo entero si hubo matanzas similares desde 2006? John Gibler retrata el carácter rebelde de las escuelas rurales y en concreto la de Ayotzinapa. Son hijos de campesinos que aspiran a ser profesores en sus tierras, ayudando a los campesinos en su lengua, avivando las comunidades campesinas. Son sin duda un foco de descontrol para el gobierno. Las comunas campesinas indígenas son también ruta de paso para el comercio. El gran comercio. El comercio del narcotráfico. Son, pues, dos mundos en guerra, la guerra civil que vive México.
Las cifras salpicadas en los titulares de prensa pueden ser obuses de realidad. En diciembre de 2009, el diario The Observer decía: «Miles de millones de dólares del narco mantuvieron el sistema financiero a flote en el auge de la crisis mundial». Lo que reportan los clanes del narco en México ronda entre 18.000 y 40.000 millones de dólares al año. México ingresa del turismo poco más de 9.000 millones. Gibler asiente con la cabeza cuando hablo de narcoestado, invitándome a ir más allá. Pienso en alguien esnifando una raya de coca en un reservado en capitales del mundo como Bilbao, en donde estamos, o París, Madrid, Roma, Moscú, Miami, Nueva York. Pienso en los estudiantes de Iguala haciéndose con unos autobuses para ir a Ciudad de México a conmemorar la matanza de 1968.
LA MUERTE ESTÁ EN TODOS LADOS. Francisco María Sagredo Villareal, de 69 años, se cansó de encontrar cuerpos frente a su casa.Un día de noviembre de 2006 clavó un letrero:»Prohíbido tirar basura y cuerpos». Denunció a las cuadrillas de matones que aterrorizaban Juárez y la impunidad. Encontró cuatro cuerpos más antes de caer abatido después del mediodía. Dos meses después mataron a su hija Cinthia y tiraron su cuerpo bajo el letrero. Al día siguiente, un grupo de hombres disparó 20 balas de AK 47 a su otra hija, Ruth.
El comercio del silencio es como un reloj que marca las horas de la infamia. Cada día desaparecen 13 mexicanos. Desde 2007 hasta hoy se han cometido 200.000 asesinatos. Cerca de 250.000 personas han tenido que huir de los lugares donde nacieron, abandonar las tierras que labraban. Como señala el experto Howard Campbell en el libro Morir en México, » a las rutas del transporte y los territorios controlados por cárteles específicos, en contubernio con la policía y el ejército y funcionarios del ejército […] se conoce como plazas. Controlar una plaza le da al capo y al comandante de la policía el poder de cobrar coutas, llamadas «pisos» a traficantes menos poderosos».
Era aun la madrugada del 27 de septiembre de 2014. La portada del diario La Jornada golpeaba a la vista: 6 estudiantes asesinados y 57 desaparecidos en Iguala. Fue el primer shock de los muchos que iba a recibir John en las siguientes semanas. El 3 de octubre consiguió llegar a La normal en Ayotzinapa. Curiosamente coincidiendo con el aniversario de la matanza de 1968 que no pudieron rememorar los estudiantes muertos, ni los desaparecidos ni los vivos.
Carlos Martínez, de 21 años, estudiante de segundo año de la escuela La normal, dice: «Cada año se celebra la masacre del 2 de octubre en Ciudad de México. Van muchísimas organizaciones de dentro y fuera del Distrito Federal. Como parte de ese compromiso de asistir, también es necesario lo de tener caminiones para la marcha».
Y ahí partieron los estudiantes de primer y segundo año de la escuela La Normal en Ayotzinapa para la ciudad de Iguala: a hacerse con 2 o 3 autobuses con los que estar el 2 de octubre en Ciudad de México. Iban a conmemorar el recuerdo de los masacrados en Tlatelolco a manos del ejército casi 50 años atrás, y serán ellos los masacrados 50 años años más tarde.
Coyuco Barrientos, de 21 años, estudiante de primer año dice: «Ya comenzamos a sacar los autobuses. En total sacamos tres. E ibámos dosautobuses de aquí la Normal. Fueron cinco. emprendimos la marcha. Yo me quedé en el tercero de los cinco. Llegamos al punto donde está el zócalo. Y así que el conductor iba muy despacio A mi parecer eso fue lo que les dio tiempo a las autoridades para llegar y querer desalojarnos. Nadie sabía que había una actividad del gobierno en el zócalo. De hecho, muchos diarios cuentan que íbamos a esa manifestación. Nosotros no más íbamos a lo que era nuestra actividad, botear y sacar los autobuses, y ya. No estábamos entererados de la actividad que tenía el gobierno».
Ernesto Guerrero, de 23 años, estudiante de primer año dice: «saliendo de la terminal avanzamos como cuadra y media y nos salieron al paso las dos primeras patrullas. En ningún momento nos marcaron el alto, simplemente accionaron sus armas contra nosotros. Ibámos no más en tres autobuses, los dos de Costa Line que habíamos to mado y un Estrella de oro, que era el tercero donde iba yo. Cuando escuchamos los disparos, un compañero nos dijo «no se asusten, paisas, son disparos al aire». Cuando nos bajamos vimos que no eran disparos al aire sino contra nosotros. Empezamos a defendernos ¿de qué manera? En el camino encontré cuatro piedras y cuatro piedras fue las que arrojé. Avanzamos un tramo, los policías municipales de Iguala venían disparando todavía a los autobuses. Ya no encontré ninguna piedra. Me eché a correr».
Varios estudiantes intentaron retirar una patrulla de policía y liberar así el paso de los autobuses. En ese grupo va el que va a ser el primer muerto, Aldo Gutierrez Solano.»Aldo se quedó ahi tirado mucho tiempo. Nosotros empezamos a llamar a las ambulancias, empezamos a llamar al 066, para que enviara ambulancias. El 066 pues es un número federal, es imposible que digan que el gobierno federal no estaba enterado, que la policía federal no estaba enterada, porque el 066 canaliza la información de a la Policía Federal Local que está al lado del cuartel militar», dice Carlos Martínez.
Pero a esa hora, un cuarto para las once, en que la noche está atravesada por las balas, los alrededores del Zócalo de Iguala fueron una ratonera de la que era imposible escapar. Las llamadas a la policía federal habían sido hechas mucho antes. Sabían que los atrevidos estudiantes de Ayotzinapa se dirigían a Iguala. Y los que esperaban a los normalistas eran los policías federales.
Erick Santiago López, al intentar lanzar un extintor a los policías, recibió un balazo en el brazo. Deciden rendirse. «Se veían policías de diferente traje […] Al poco rato un policía le comentó a otro: «mata al que le diste en la mano». Nos empezaron a tirar al suelo. Decían «si tanto traen huevos, que se vea, malditos ayotzinapos» […] en ese rato un uniforme que vi fue el de un policía federal. Y la estatal estaba al lado. A mi me agarraron y me subieron a la ambulancia. A mis camaradas fue cuando comenzaron a subirlos a las diferentes patrullas. Alcancé a verlos. Si no me hubieran dado mi balazo estaría desaparecido. Lo que me salvó fue el balazo.Todos los que iban en el autobús están desaparecidos. Toda la sangre que había en el autobús…».
Con las primeras balas, comienzan las primeras mentiras. El alcalde de México sabía que estudiantes de Ayotzinapa estaban en Iguala. Le dijo al corresponsal del diario La Jornada a las 11 del 26 que «solo son los ayotzinapos de por sí nada más viene a crear problemas, no hay ningún herido, ningún muerto, todo está normal aquí en Iguala».
Y aquí comienza la muerte de 6 estudiantes, una persona aún en coma y 43 desaparecidos.
continúa