Aún está soñoliento y no sabe si lo que ve es parte del sueño o un capítulo de un todo antes vivido. Ella ya no está a su lado pero distingue su silueta a contraluz colándose por la persiana del porche. Una luz densa y mielosa se ha hecho con el cuartucho que hace de salón. Resplandor herético para ser diez de noviembre. Cree estar en medio de una corpórea luz cayendo por los ventanales de una catedral. En efecto, el tiempo de repente lo ha envuelto hasta sumirlo en un intenso estado ajeno.
Ya no es la soñolencia ni el cansancio de su cuerpo ni aún menos sus sentidos de común despistados en su tediosa y corrosiva cotidianedad. Por asombroso que le parezca, y se lo parece, oh dios, hay algo que le es inauditamente extraño pero cada vez más doloroso hasta complacerle.
Vuelve a mirar la estela de ella que aún permanece afuera en el porche. Quiere encontrar puntos de referencia. Dios, es cierto.
Cada segundo como una cadena con su compás; unidades productivas elevadas a la ene. Pero esta cadencia, dios, joder. Suena la sirena, es el cambio de turno, pero suena dentro de él. Joder puede ser un ataque cardiaco, Helen, grita, pero Helen no puede escucharle porque su grito se ha ahogado antes de ser exhalado.
Helen se entrega a la melosidad de ese sol. La vida se hunde, piensa, clavada por estos momentos, sutiles y despreciablemente breves y por ello tan escasamente narcóticos. El doloroso cosquilleo del sudor le estremece hasta exorcizarla. Diez horas de cancerosa impenetrabilidad, relevos aciagos, su cuerpo se suspende en la pira funeraria de cada día de trabajo, joder la vida, la vida joder.
Y este sol se ha fugado como ella de su estación y la envuelve en una mística interrogación. Se estremece y mira como para buscar un punto de referencia a Michael. Sigue dormido, su cuerpo en una distensión total mientras en la televisión un señor de pelo blanco de 78 años dice que es presidente y grita que es tiempo de restañar heridas.