Suelo guardar recortes del periódico con noticias que me llaman la atención. Después, por lo general, me olvido de ellos y desaparecen misteriosamente entre mis papeles. Pero a veces alguno sobrevive y se presenta de forma inesperada. El que tengo ahora delante tiene fecha de diciembre de 2014 (escribo en mayo de 2015). El titular dice: «El lince sufre por el veneno, la caza y los atropellos».
La noticia cuenta el intento frustrado de reintroducción de linces en distintas regiones donde se había extinguido hace décadas. A los pocos meses de soltar los ejemplares en medio abierto, cerca de la mitad aparecieron muertos. Las causas de la mortalidad de los linces fueron los envenenamientos, la caza ilegal, las trampas para otros depredadores, y los atropellos. Los promotores de la medida comentaban alarmados la gran cantidad de ejemplares que habían perecido al contacto con la vida en libertad: «se han concentrado demasiadas bajas causadas por a actividad humana, no lo esperábamos», decía uno de ellos. Pero es evidente que esa sorpresa es en gran parte fingida. Porque fue precisamente la actividad humana la que acabó con el lince, y parece demasiado ingenuo pensar que devueltos al mismo mundo que los hizo desaparecer fuese a suceder algo distinto. El medio artificial no ha dejado de extenderse desde que estos felinos desaparecieran. Y si algo ha cambiado la actividad humana ha sido, sin duda, para empeorar. De modo que las posibilidades del lince para sobrevivir mediante la ayuda desinteresada de aquellos que lo aniquilaron son, desde luego, reducidísimas.
Por eso todos los ejemplares llevaban injertado un aparato radiotransmisor que permitía su identificación y seguimiento exhaustivo. Reintroducirlos en la libertad requería una estrecha vigilancia y el control de un equipo de expertos. Nacidos en cautividad, su comportamiento debía ser monitorizado para verificar que estaban a la altura de un animal sin domesticar, apto para sobrevivir en el medio natural. Todo controlado. Salvo que ese medio estaba colmado por las nocividades del modo de vida industrial, y eso los linces no lo pueden aprender. Al parecer sus defensores tampoco.
La astucia e inteligencia atribuidas popularmente a este gran felino no pueden contrarrestar la destrucción acelerada de la biosfera. Son miles de especies al año las que desaparecen en todo el planeta, y el ritmo no deja de acelerarse. Y con esas especies desaparece también el mundo que las albergaba, y una parte considerable de la multiplicidad y exuberancia de la vida en la Tierra. Aunque me tachen de sostener algún tipo de misticismo, creo que los rasgos de humanidad que durante milenios hemos reproducido desaparecen en ese mismo proceso. En el mundo que hemos creado las partes sensibles de la vida sucumben a toda velocidad y eso modifica nuestra forma de ver las cosas. Alguien dijo una vez que la vida tiene un valor relativo para el que vive rodeado de muertos. También Pasolini lamentó hace más de tres décadas la desaparición de las luciérnagas. Hoy han desaparecido la mayoría de los lectores de Pasolini.
Con el paso del tiempo, los defensores del lince llegarán probablemente a la conclusión de que su supervivencia requeriría de una transformación radical en las formas de vida humanas. Una transformación tan profunda que llegase a hacer desaparecer la sociedad industrial que conocemos desde hace dos siglos. Ante la magnitud de los cambios necesarios para que tal cosa sucediese, lo más probable es que concluyesen que el lince ya no puede existir en libertad en nuestro mundo, y que sólo bajo la atenta mirada de sus defensores y las ventajas de la tecnología, en un medio controlado, podrían gozar estos animales de una vida medianamente tranquila.
Para un lince que hubiese conocido la libertad un encierro semejante sería tan mortal como un atropello o un envenenamiento. Pero no para aquellos nacidos en cautividad. Para ellos la libertad es lo que resulta fatal. El pálido reflejo de su condición salvaje no puede nada contra un medio tan hostil, saturado de venenos y arrasado por la lógica del desarrollo. Así, los linces finalmente tendrían convertirse en animales domésticos para sobrevivir. Y eso sería algo más que una metáfora.
Observo ahora detenidamente los ojos del felino en la fotografía que acompaña la noticia. Está agazapado entre el monte bajo, y clava su mirada en la mía. Parece que me interrogase: «¿quién es el cautivo?»