
Mi lema es: vengarse siempre. Cuando alguien te joda, hazlo de nuevo con creces.
Donald Trump en su libro Think Big and Kick Ass: In Business and Life, 2007.
Si Trump es un guiñol del cleptocapitalismo, Biden lo es del autocrático establishment gerontocrático. Nadie vio venir a Trump el 16 de junio de 2015. Los medios, los especialistas en demoscopia, los adláteres de la enorme burocracia del mismo partido republicano, se quedaron estupefactos cuando miraron al outsider Trump en la terna de candidatos a la presidencia. Su discurso racista y manipulado causaba repulsión en las élites de la comunicación, la política y las finanzas. Pero funcionaba no solo entre los electores republicanos, sino en el pueblo norteamericano. Los primeros lo veían como un candidato, aunque con cierta tosquedad, por lo menos que proponía soluciones al terrorismo, la inmigración y la maltrecha economía – America first –. Para los segundos, Trump era alguien que hablaba en su mismo idioma, expresaba lo que realmente pensaban y no mentía por corrección o por oportunismo. Son la mayoría silenciosa que elogiaba Nixon hace cincuenta años, la Norteamérica apartada de la prosperidad liberal y la superioridad moral del Este del país. Los sociólogos, los analistas, los académicos, miraban a las entrañas de la burocracia del Partido Republicano sin mirar a lo que vivía furiosamente en esa parte del país. Se trata de un ímpetu político maravillosamente contradictorio envuelto en un baptismo cristiano muy conservador que apoya la planificación estatal de la economía y odia todo lo que suene a Estado social como peligro comunista. Estados como Georgia, Ohio, Wisconsin, Carolina del Sur, Oklahoma, e incluso Michigan que piden el regazo subvencionado y proteccionista del Estado para el cereal, el carbón, el acero, el hierro, los lácteos y la ganadería.
Para esa América introspectiva, dependiente de la economía planificada, el Estado social es una amenaza tangible que amenaza disminuir la enorme subvención al cereal, al acero, el automóvil o la industria militar en beneficio de un sistema de protección social, como han pretendido tímidamente los demócratas en los últimos decenios. Algunos de estos estados, como Virginia Occidental, votaba demócrata en los años 90. Ahora vira hacia Trump. Se trata de una lucha entre el Eros y el Tánatos norteamericano. En esa batalla se libran batallas cruentas en la que no se hacen prisioneros para alcanzar el poder. Norteamérica es un país con dos capitalismos: uno, planificado desde el Estado y su gobierno; el otro, salvaje y vestido de patrióticas metáforas.
Joe Biden lleva sesenta años siendo un adlátere del poder en Washington. Después de escoltar como vicepresidente a un defraudante Barack Obama, su crepuscular papel en la política dio un vuelco al convertirse en la alternativa demócrata a un Trump que había puesto patas arriba algunos de los cimientos del capitalismo norteamericano con sus vaivenes políticos en la Casa Blanca, orientados principalmente en generar beneficios para él mismo. Los fondos de inversión del mundo solo recuperaron su cotización cuando se anunció la victoria de Biden sobre Trump en diciembre de 2020.
La presidencia de Trump entre 2016 y 2020 no ha sido de los más autoritarias en la historia política de los Estados Unidos. Como ha explicado Bob Woodward en su trilogía sobre Trump, si su administración no se convirtió en el Sexto Reich norteamericano fue porque la burocracia del Estado y de la Casa Blanca lo impidieron. Boicotearon, aletargaron y postergaron numerosas decisiones del a la vez desquiciado y arbitrario presidente.
El mayor éxito de Trump en la Casa Blanca fue acrecentar su propio imperio y a través del nombramiento de jueces en el Tribunal Supremo garantizarse futuras resoluciones de este otorgándole la inmunidad a delitos fragrantes.
De mientras, la izquierda norteamericana y la nueva izquierda a la izquierda retóricamente de aquella, atraviesan su tortuoso camino de Damasco. Sin andamiaje de ideas, Joe Biden es su calco exacto y preciosista. La elección de urgencia de Kamala Harris acentúa el problema aún ofreciendo el rostro de una mujer y negra, pero que calca en lo esencial el discurso, es verdad que planchado y doblado de otra manera, del candidato Trump. Ley y orden; no a la inmigración; sí al aborto, pero ni un quizá a un sistema sanitario; mueca incómoda ante la atrocidad llevada a cabo en Gaza por Israel – según la revista Lancet podrían ser 186.000 los muertos por las tropas de Netanyahu -.
Que Kamala Harris es solvente lo demuestra el montante de recaudación para su campaña electoral. No son ideas, solo negocios. En su primera semana, ha conseguido 200 millones de dólares. Biden llevaba recaudados 100 millones. En 2020, Joe Biden y Donald Trump gastaron 11.000 millones de dólares en sus campañas.
La posverdad como acomodo para la filiación, y el miedo al contrario como acicate para la estrategia grupal, convierten la democracia norteamericana en un cíclico carrusel de sectarismo social donde Tocqueville ya predijo que los voceros no tenían como misión cambiar la voz del país sino perpetuar su griterío. Hay 37 millones de personas en situación de pobreza en Estados Unidos.
La paradoja norteamericana esconde en la pasarela de sus vedettes políticos la exuberancia de su crueldad. El eje conservadurismo versus progresismo se torna ficticio. El duelo se dirime en los márgenes de la propia ley y la Constitución: entre un autoritarismo de Estado contumaz y arbitrario – Trump – frente a un autoritarismo de Estado sostenible y cosmético – Kamala Harris – . El poder omnívoro del presidente devora la misma separación de poderes y los coopta hasta convertirlos en extensiones inermes de su absoluto cuerpo. Ni republicanos ni demócratas, las élites ni las clases medias y aún menos las grandes corporaciones que sostienen el sistema de financiación política, cuestionan el absolutismo presidencial norteamericano. Trump puede ser el primer presidente convicto de la historia norteamericana. El sistema está gangrenado desde su tuétano y exhala flemas de ilegitimidad.
Puede, y de hecho así es, que Trump sea un problema respecto al pueblo norteamericano frente al Estado que a su vez está al servicio del presidente. Pero el problema matriz, su vértice de luz, es este: el pueblo frente al Estado. Los dos candidatos están de lado, absolutamente, de este último.