La historia estaba delante del periodista. Abstraído por el vapor de la tragedia – a esas horas de la noche solo superaba el centenar de muertos –, la dejó escapar. El periodista pregunta al meteorólogo de la cadena de radio cómo es posible que se produzcan fenómenos como el que ha asolado las cuencas fluviales de Valencia. El meteorólogo dio un culpable, que a su vez esconde muchos culpables: el hormigón. Las ciento cincuenta y ocho personas arrastradas por la furia fluvial de ríos en cuencas saturadas de hormigón no son los funestos protagonistas de esta historia. Tampoco la DANA, ni las alertas más o menos eficaces. Tampoco el cambio climático ni ninguna deidad moderna parecida. En despachos con olor a trementina reseca y en vetustos plenos municipales hace años que se firmó esta historia. Allí se han diseñado y aprobado decenas de planes generales de ordenación urbana. Tienen sus correspondientes informes medioambientales con sus cálculos de avenidas. A ellas se han añadido además sorprendentes informes favorables de Confederaciones Hidrográficas, Agencias del Agua, departamentos de gobiernos regionales o incluso de ministerios. El exuberante deseo de anegar de urbanizaciones y poblados las cuencas y las vegas de los ríos embriagó tanto a sus ejecutores como a sus futuras víctimas. No es solo el drama del Levante o el sur de España. Lo es en todos sus puntos cardinales. España sí puede presumir de un federalismo de la depredación urbana, taciturnamente venerado por derechas e izquierdas e incluso sus periferias nacionales – aquí España sí es una y grande –. Desborda la ferocidad moderna de acabar con el suelo rural como ideología moderna. Las leyes del suelo que perpetran las comunidades son fuero devorador en favor de materializar lo rural en tangible con sus plusvalías inmediatas y sus futuros contribuyentes. También, como vemos, para el futuro de las empresas funerarias.
Así que esta es la historia. Mientras cerca de 300.000 personas vagan por carreteras y autopistas de Valencia, construidas por debajo del nivel freático, en busca de agua, la utopía del progreso y el desarrollismo con sus felices conurbaciones infinitas y miles de viviendas para jóvenes, son los restos de una marea distópica y alucinatoria. El progreso era esto. Es posible que estén a punto de aprobarse unos mil Planes generales de Ordenación urbana. Les aseguro que el que se quiere perpetrar en el pueblo de Getxo, donde vivo, en la provincia vasca de Bizkaia, tan independiente, es de una contumacia igual de criminal. Casi 6.000 viviendas a levantar en las cuencas de los ríos Kandelu y Gobelas, anegados afortunadamente sin víctimas mortales en 2008. En cambio, el nuevo plan prevé acabar con 200 casas y sus familias, pues estorba su golosa ubicación las promociones a efectuar. Calculen lo que importa. Las nuevas 6.000 viviendas tendrán un precio medio de 300.000 euros. Son 1.800 millones de euros. Detrás de una gran fortuna, se esconde siempre el crimen.
Los partidos que ahora debaten sobre la responsabilidad de los avisos y alertas en Valencia son los que junto al sempiterno PNV pretenden sacar adelante el Plan de ordenación en mi pueblo. Los debilitados, pero aún en pie colectivos vecinales aseguran que el plan de Getxo infringe incluso las nefandas leyes del suelo y las directrices de ordenación territorial. Van a presentar la batalla que no dan quienes abarrotan su ocasional discurso de izquierdas con tenues condenas solo en periodo electoral. Estos son también los personajes, aunque aledaños, de esta historia, personajes al otro lado de donde los ríos embravecidos de tanta desmesura y arbitrio se llevan vidas sentenciadas en otro tiempo y lugar. Hay más personajes: las asociaciones de constructores, los partidos políticos y sus grandes necesidades, como admitiera Don Xavier Arzalluz en sus memorias autorizadas. Esta es la historia y no la DANA, ni la lluvia pertinaz, ni el cambio climático… ni el machismo de Dios.